miércoles, 17 de junio de 2009

El espíritu de la época

¿Acaso no se complace nuestro tiempo en la sordidez, la cochambre y la deshumanización? Se corre el peligro de que todo impulso hacia lo que es bueno y hermoso sea truncado desde su primer movimiento no por visibles y contundentes fuerzas oscuras, sino por un sentimiento de... ¡pudor! Da vergüenza, parece ridículo atender a ciertas realidades, emplear determinadas palabras. Cuanto nos humaniza y nos eleva va adquiriendo para los hombres una atmósfera de ñoñería y debilidad que les aparta de su goce. Imperan la procacidad y la aspereza; andan escondidos en la clandestinidad el cuidado, la solicitud piadosa, la dicha ingenua, el secreto temblor de la hermosura.
Todo ello va acompañado de dos factores.
Primero, un materialismo craso, una progresiva fisiologización de lo humano que opaca la conciencia de la dignidad propia y ajena. Curiosamente, esta exaltación de lo zoológico, trae como fenómeno concomitante una vivencia pobre, misérrima, de la condición carnal. Para los hombres de hoy ¿qué es su cuerpo? El cuerpo no tiene entidad ni sentido propios. Es funcional y utilitario. Por ello (se podría hablar mucho de esto) vivimos paradójicamente inmersos en un dualismo casi gnóstico que se disfraza de dietética, moda y promiscuidad sexual.
Segundo factor. Desvinculación y resquebrajamiento de los lazos y compromisos mutuos.
Hay como un intento de disolver las estructuras comunitarias que los hombres generan espontáneamente; reducirnos a individuos sin asidero, átomos que impactan, forjan una unión accidental y fugitiva, se separan, resbalan y entrechocan... Todo agitación sin sentido, un ir y venir que marea y atonta.
Creo -y aquí sigo a Jiménez Lozano- que la banalización de lo humano y personal que comenzó en el periodo de entreguerras y que condujo a los grandes totalitarismos; creo, digo, que ese proceso no ha concluido. Simplemente ha tomado nuevos derroteros ¿No es el hombre contemporáneo la materia perfecta para las pretensiones demiúrgicas de un nuevo poder tiránico turbadoramente suave, dúctil y etéreo?

P.D. ¡Caramba! ¡Qué negro y pesimista me salió esto!

jueves, 11 de junio de 2009

Nuestra libertad de conciencia

Aquí un texto de Jacinto Choza, que me ha recomendado esta tarde Antonio Javier. Parece que la nueva tarifa plana de mi compañía de teléfono va a favorecer la conversación interminable de la Taberna del Fin del Mundo.

martes, 9 de junio de 2009

La Balanza y la Cruz

«Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él” (Lc. 10)

Hasta aquí la parábola evangélica. Ahora mi anécdota: nos dirigimos al pueblo más cercano en una furgoneta, porque algunos de los ocupantes del vehículo quieren oír misa. El conductor es un hombre piadoso, que asiste diariamente a misa, y dedica todos los días un rato a leer el Evangelio, a la meditación y a la oración. Al llegar a cierta altura, vemos que un coche está parado en la cuneta. Está averiado y la familia que lo ocupaba está de pie junto a él, pidiendo ayuda. El conductor del vehículo mira brevemente el reloj y dice: “vamos a llegar tarde a misa. Ya parará el siguiente”.

¿Por qué esa obstinación -que a todos, alguna vez, nos invade- por suplantar lo más genuino y lo más obvio del Evangelio? ¿Por qué ese insistente retorno a la dimensión más legalista, ritualista e idolátrica de la religión? ¿Qué extraño impulso nos hace olvidar siempre lo más elemental del mensaje de Cristo para sustituirlo, no por un vago hedonismo –lo cual sería, en cierto sentido, comprensible–, sino por una religiosidad acartonada?

Durante la conversación con Jesús Zamora hace un par de posts, reflexionaba sobre esto mismo. Y llegué a la conclusión de que Cristo trata de librarnos de nuestra necesidad de religión. ¿En qué sentido? No, desde luego, en el sentido de que nos exima de buscar la dimensión espiritual del hombre, ni de que debamos obviar las grandes cuestiones unidas a ella. No en el sentido, sugerido por Vattimo y reconocido por los pastores protestantes holandeses de los que nos hablaba La Buhardilla, de que ya no haya diferencia entre cristianismo y ateísmo. Pero sí en el sentido de que la religión ha sido, hasta Cristo, el deseo de someter a Dios a mecanismos controlables: el rito, la oración, la penitencia. Todo lo que, de un modo mesurable, predecible y definido, está establecido en la alianza, es decir, en el “contrato” con Dios. De ahí la anécdota, que contaba al hilo de aquella conversación con J. Zamora, de los pueblos españoles en que el Domingo de Resurrección (tal vez la fiesta más importante de la Cristiandad) es llamado “Domingo de Judas”. En él la gente hace muñecos de Judas para apalearlos y quemarlos. El mal hecho a Cristo sólo puede ser compensado con un mal hecho a Judas. Cristo no se venga de Judas, ¡pero nosotros lo haremos por él! El Dios redentor resulta demasiado impredecible para el deseo de restitución humano. Por eso lo rechazamos. No queremos misericordia ni gracia, sino legalidad y justicia.

Pero no podemos olvidar que nosotros no veneramos al Dios justiciero, sino al Dios redentor. Aquel a quien, como nos recordaba el Papa en su meditación del Sábado Santo, adoramos como dios venidero que asoma por el Oriente. Él nos ha dado como símbolo, no la Balanza: la Cruz.