sábado, 21 de noviembre de 2009

jueves, 19 de noviembre de 2009

Dios, sólo Dios

¡Pobre de aquel que ve en la nada el justo pago de su existencia! Unamuno, con su egotismo invasivo, no dejaba de tener razón. El afán de inmortalidad, el deseo de perseverar indefinidamente en el ser propio (ese "conatus" del que Spinoza tratara "al modo geométrico" en su Ética), el resistirse con todo nuestro empeño al poder en apariencia omnímodo de la muerte... Todo eso es cosa de hombres recios y de una pieza, los que saben qué es tener un "yo" y gustan de habitar sus adentros. La fina punta del alma, la última de las moradas, que dirán los místicos. En realidad este "yo", el "singular" de Kierkegaard, sólo se alcanza por la referencia del propio existir a lo Absoluto personal que convoca e interpela. Que nos llama no sólo en la desnudez de la fe sino también en un ateísmo trágico, enérgico, en que la Nada nos reta. Por monstruos tomaba Pascal a aquellos hombres que se muestran indiferentes ante cuestión en la que les va el todo de su existencia.

Pero en ocasiones el ánimo no busca consuelo en esa esperanza de que la vida vence al abismo. No anhela compensaciones. Se atisba algo más hondo que puede llegar a colmarnos con un gozo transido de nostalgia. El propio ser se ha vuelto traslúcido. Nada quiere para sí. Se abre el espíritu a la realidad total, y una alegría asciende vertical como flecha lanzada al infinito: DIOS EXISTE. El ser en su plenitud desbordante, acto y vida sin término, es Bienaventuranza.