domingo, 15 de abril de 2012

Experiencia y conceptos -nota sobre la teología en la fe abrahámica

Si la sana costumbre de la crítica no nos advirtiese de inmediato de que lo verdaderamente importante, en todo pensamiento, es la diferencia, se podría fácilmente decir que hay una sola religión abrahámica, de la cual el judaísmo, el islam, el cristianismo son propiamente hablando sectas. La fe abrahámica es la conciencia de la acción del Dios único sobre la historia humana. Surge como impugnación de los ídolos (esto es, la sacralización de lo finito), se desarrolla como exhortación moral y recuerdo de la esencia espiritual del hombre, y apunta, proféticamente, a la culminación de la historia, y por tanto, al sentido del tiempo. Shemá Yisrael, Adonai Eloeinu, Adonai Ejad (Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno) –tales son las palabras que dan forma a dicha fe, y en cierto sentido, la encierran por completo.

Dicha fe, que surge en un pueblo de pastores nada menos que a finales del segundo milenio a.C., empieza progresivamente a recibir una organización conceptual. De modo que lo que comienza como la experiencia de un orden trascendente, termina siendo un asunto de orden doméstico. De ahí que la religión termine convirtiéndose en un modo más de afirmar cosas (tal sería su parte filosófica), y de organizar la manera como se afirman esas cosas (ésta sería su parte político-administrativa). Así: si el libro de Tobías debe ser considerado sagrado o no, si Yeshua ben Joseph es el Mesías, y en caso de serlo, si fue concebido en una Virgen o no, o si Isa ibn Mariam murió en la cruz, o lo hizo Judas, si la naturaleza del Mesías es divina, humana o ambas cosas, y de qué modo puede serlo, si sufrió tentación o también pecado, si el mal ha sido creado o permitido por Dios, o tiene su origen en Satanás, si es necesario lavarse la cara antes de orar o circuncidarse para abrazar la fe, o cubrirse la cabeza durante todo el día, o si los consagrados pueden casarse, y los casados decidir los hijos que quieren tener, etc. Al final, la pureza de la experiencia originaria no puede conservarse sin más. Y, en cierto modo, toda la historia de la fe abrahámica es la historia de sus cientos, miles de intentos de restauración. La fe es invadida por el concepto, y el concepto por la escolástica y el dogmatismo. Y parece, a juzgar por los hechos, que no puede ser de otro modo. De tal manera que lo que comienza siendo la voz desnuda de la criatura frente a su Creador, termina convirtiéndose en una desmesurada colección de juicios acerca del Creador.

Y, sin embargo, el asunto no es intrascendente. Pues el hecho de que no se pueda, sin más, desnudar la experiencia de su conceptualización indica que aquello que decimos de Dios sí tiene relación con la manera como lo experimentamos. Me explico con un solo ejemplo. El problema filosófico fundamental de la religión abrahámica es el problema de la unicidad de Dios frente a la multiplicidad del mundo. Este problema no se plantea en el universo politeísta, donde los dioses forman parte de un mundo incuestionado. Pero Adonai Ejad, luego ¿cómo es posible lo múltiple? Es el mismo problema que aparece en la filosofía platónica (recordar el Parménides) y en la teología neoplatónica (en Plotino, en Filón de Alejandría, en el Maestro Eckhart…). La afirmación de la unidad de Dios ha conducido tradicionalmente a la desvalorización del mundo: si lo máximamente valioso es uno, lo múltiple no puede sino ser máximamente inválido. Esto es: ilusorio, falso, malvado, demoníaco (maniqueísmo, cátaros…). Lo mismo ha sucedido en el Islam, especialmente en sus corrientes más místicas. Si Dios es uno y es infinito y eterno, ¿de qué modo puede estar presente en el mundo sin confundirse con él? Tal pregunta encuentra una respuesta menos dañina para el mundo en las tradiciones cristianas basadas en una visión menos enfática de la unicidad y trascendencia de Dios (Trinidad, Encarnación, imaginería…). Recuerdo en este momento la polémica por las imágenes que tiene lugar en los primeros seis siglos del cristianismo (y, en realidad, en toda su historia). San Juan Damasceno (árabe de Siria y testigo de los comienzos de la expansión del islam, para darle un toque irónico a la historia) decía: “Lo que es un libro para los que saben leer, es una imagen para los que no leen. Lo que se enseña con palabras al oído, lo enseña una imagen a los ojos”, poniendo de manifiesto precisamente que toda representación de la divinidad es válida en cuanto representación, y que no tenía sentido demonizar las imágenes, pero no la palabra o la música (demonización que, efectivamente, termina haciéndose extensiva, por pura lógica, a toda forma representativa, lo que conduce a una espiritualidad del silencio). De este modo, San Juan Damasceno consagra la tradición teológica que contempla a Dios jugando entre el tiempo y la eternidad, entre lo uno y lo múltiple. Rescatando, por tanto, al mundo de la condena que pendía sobre él tanto como sobre las imágenes de los idólatras.

Por todo ello -y termino ya dejando este punto en el aire- si buena parte de la reconsideración teológica actual se basa en la eliminación del contenido conceptual de la teología en favor de una experiencia más originaria (personal y bíblica), no conviene olvidar que las ideas no son otra cosa que la forma universal de dicha experiencia, y el campo de batalla donde toda experiencia tiene a la postre que justificarse.

jueves, 28 de abril de 2011

Empezando a decir "sí"

"Nos encontramos siempre, según se ve, con la misma historia: unos católicos que actúan en contra de lo establecido por la Jerarquía, sin que por ello se consideren a sí mismos, de ningún modo, fuera del catolicismo, fuera de la Iglesia. Y la Jerarquía reaccionando de manera débilmente autoritaria. Y terminando, probablemente, en un futuro próximo, por decir "sí" -empezando ya a decir "sí"-, a lo que antes había dicho "no". A esta confusión es a lo que, con sentido puramente descriptivo y no valorativo, vengo llamando crisis del catolicismo.

José Luis Aranguren. La crisis del catolicismo.
Alianza Editorial, 1969.

Qué buen regalo me hizo el otro día con este libro, tras una velada tabernaria, el bueno de Antonio Javier. En verdad es, y así se señala desde el principio (y así me lo dijo Antonio) una descripción somera, no una propuesta de síntesis y solución. Pero está muy bien resumida, y asombra la actualidad de un texto que tiene ya más de cuarenta y dos años. Esta cita resume en gran parte (y de un modo muy breve, y no sé si comprensible sin leer el libro) el análisis de Aranguren.

viernes, 13 de agosto de 2010

El círculo de la fe postmoderna

La postmodernidad es, en muchos sentidos, hija de la modernidad. La herencia que recibe es, al menos, altamente moderna: la sospecha universal. La modernidad intensificó los comienzos especulativos occidentales universalizando la posibilidad del error (esto es Descartes). Después, Kant puso en cuestión la posibilidad del saber (KrV), el emotivismo moral (Fundamentación, KpV), la fe eclesiástica (La religión dentro de los límites...), etc. Desde los ilustrados franceses a los maestros de la sospecha vemos cómo la modernidad se ha concebido a sí misma como un radical proceso de crítica, que Kant describía, por cierto, con la metáfora del "tribunal de la razón". Sentarlo todo ante el tribunal de la razón, incluso a la razón misma: tal es la esencia policial de la modernidad. Buscar los orígenes de la moral, de la neurosis, de las estructuras sociales, de las ideologías, de los textos. La genealogía conduce a la deconstrucción. Nietzsche y Derrida se encuentran a través de Heidegger.

En lo que toca a la fe las cosas no han sido distintas. El cuestionamiento de la tradición y la autoridad de la Iglesia o la impugnación histórica de las fuentes bíblicas que se desarrollan entre los siglos XVII y XVIII desembocan en un radical cuestionamiento de los conceptos mismos que se derivan de aquella tradición, autoridad y textos. Así, la teología liberal parte de la concepción schleiermacheriana de la fe como "intuición del universo" para reducir la religión a una suerte de antropología. La teología dialéctica de Barth se mueve entre un concepto de Dios definido en los términos de la mística negativa y la necesidad de reelaborar un lenguaje para el hombre contemporáneo. Un teólogo como Jüng diluye las expresiones dogmáticas fuertes de la teología cristiana para posibilitar voluntaristamente un acercamiento ecuménico entre todos los monoteísmos. En la teología de la liberación, por último, se recurre al mensaje emancipador del Evangelio como la verdadera esencia, oculta por la dominación y la superstición, del cristianismo, y desvelada ahora con ayuda del materialismo dialéctico.

Poco a poco, la religión va deshaciéndose de su ornamentación litúrgica y moral, y el concepto mismo de Dios es convertido en un vago espectro que recorre los afectos humanos, pero que ha sido desprovisto de rasgos antropomórficos. ¿En qué sentido es Dios, hoy, "Persona"? ¿Cómo conjugar su omnipotencia con su justicia? ¿En qué sentido decimos que "existe" cuando nuestra noción de existencia resulta tan lejana de aquel "acto" que era para los tomistas y se ha convertido en una percepción, más aún: en una mera imagen mediática? Desde el neoplatonismo hasta la teodicea, el cristianismo ha dispuesto de técnicas para volver racionales sus contenidos irracionales. Hoy carecemos de esta teo-tecnología.

Pero es entonces cuando el creyente, que ha tocado el cielo vaporoso del Dios indeterminado y del Cristo abstractamente libertador, no tiene más remedio que volver al suelo biográfico (suyo) e histórico (nuestro) en que todo este proceso comenzó. Vuelve, entonces, a los mandatos evangélicos, y con ellos a los textos bíblicos, que ha recibido en una tradición concreta, y que ha interiorizado en ritos, liturgias, fiestas, a menudo confusas, a veces idolátricas. Reconoce la historia de su autodeconstrucción. Pero su reconciliación no es ingenua, sino sentimental. Esto es: no es una fusión mística, sino una reconciliación dialéctica en la que el resultado contiene su propia historia de negatividad. Como el hijo pródigo no ve del mismo modo a su padre ni a su casa cuando regresa a ellos: así vuelve el hombre postmoderno al mito, como algo que ya no tiene la evidencia de lo natural ni la fuerza de lo social, sino que ha sido reconquistado por una subjetividad demasiado anciana. Y su fe oscila entre la distancia y el retorno, entre la cercanía y el extrañamiento.

sábado, 15 de mayo de 2010

Alegoría y desazón

Esto de Castellani:

"Y tampoco se podría saber cierto cómo interpretar la Escritura; porque si todo el Cap. XX del Apokalipsi es “mishdrash”, o sea, puro mito o alegoría ¿por qué no lo será todo el Apokalipsi? ¿Y por qué no toda la Escritura, si vamos a eso? ¿Por qué no la resurrección de Cristo? ¿Por qué no su nacimiento partenogénico? Eso dicen hoy día los “Teólogos” modernistas y protestantes liberales. Dicen que son solamente símbolos o metáforas, no realidades." (Fuente aquí).


Aparte del tema del texto citado, la cuestión que se plantea en este párrafo se me apareció como la gran pregunta, el gran problema teológico, de orden general, que se abría con las tendencias de la exégesis moderna, el método histórico-crítico, etc. Porque muchos compañeros de clase de Teología (de Magisterio, para tener el título de profesor de Religión) se preguntaban con razón ¿por qué dice usted que el paso del Mar Rojo es alegórico, que lo importante no es la verdad histórica, sino el mensaje religioso, y en cambio con la Resurreción y otras cuestiones más concretas del Evangelio se nos pide una aceptación total, como "hechos"? (En realidad el profesor que teníamos posiblemente aceptaría la misma divisón entre verdad histórica - mensaje religioso para la Resurreción, pero no es el caso).

Sé que la respuesta es fácil con Adán y Eva, con la edad de los Patriarcas, con la autoría del Pentateuco. Aunque "es fácil", es decir es aceptado por la tendencia teológica católica en general, sólo desde hace poco, y sólo entre algunos. En los diarios de Bloy se leen furibundas diatribas (a su estilo, vamos) contra "esos sacerdotes que no creen que el Pentateuco lo escribió Moises". Y todavía hoy hay división, con consecuencias disciplinares eclesiásticas. (Dicho sea de paso, el padre Ariel siempre me ha parecido muy razonable en sus planteamientos, y me sorprende esta salida; pero eso merece una entrada distinta en la Taberna).

Vale. Conocemos la teoría de las fuentes, con todo su prestigio científico y fría disección de los textos. Pero ¿dónde se pone la raya? Planteé esto hace meses, pero el párrafo anterior me ha vuelto a dar que pensar. ¿Es posible decir: "en realidad da igual si de hecho Cristo multiplicó los panes, si no que el autor del texto se vale de un hecho –dar de comer a muchos, compartiendo lo que había– para transmitirnos el mensaje religioso de la generosidad, y de la fecundidad de Dios"? Utilizo este ejemplo por ser más difícil y sangrante, ya que no hablamos de las medidas del Arca de Noé, sino de los hechos del propio Cristo. Claro que es posible aceptarlo intelectualmente, y además es un modo de encarar la fe más "cómodo", más asequible a nuestra mentalidad. Pero cuando me pregunto por la posibilidad me refiero a si después de hablar así sigue siendo posible la fe como algo cotidiano, vivible, la fe como un alimento y un don, si no tendremos siempre la sensación de que lo que confesamos y practicamos no es "la fe de nuestros padres que nos fue transmitida" sino lo que nuestra voluntad moldea o elige. Es decir, si pisaremos sobre una tierra firme, o sobre algo informe que cambia según lo reformulemos. Es más una sensación que una objeción, algo incómodo que se instala y que difumina los precisos contornos –como grabados medievales dice Chesterton– que una vez nos atrajeron a la luz de la Fe. Al menos, algo así me sucede.

domingo, 18 de abril de 2010

Capitalismo y cristianismo

“Nosotros, como cristianos conscientes, hemos de buscar afanosamente el “tercer camino”. Nuestro “camino de Damasco” no termina en Wall Street ni en el Kremlin. La “socialización” consiste, pues, en crear las estructuras adecuadas para que el individuo y sus agrupaciones naturales (familia, empresa, sindicato, parroquia, etc.) hallen su plenitud en este mundo (...) Identificar el “óptimo económico y social” con el capitalismo liberal constituye no sólo un lamentable error, sino una peligrosa proclividad hacia un totalitarismo irremediable”.

(Emilio de Figueroa, “La socialización en el campo económico” en Semanas Sociales de España. Socialización y libertad. XXIII Semana Barcelona, 1964)

miércoles, 31 de marzo de 2010

El Dios al que pasean por las calles

Estaba en Sevilla, junto a la Plaza del Salvador, el Lunes Santo. Aún tenía en mente los inteligentes comentarios que se hicieron, en este blog y en otro, a la última entrada, cuando me vi en la tesitura de explicarle a un amigo musulmán el sentido de la Semana Santa, así que tuve que hablarle de asuntos como la Trinidad y las imágenes. Yo me creía capaz de explicar más o menos bien estas cosas, pero su cara delataba un asombro e incomprensión que rara vez he visto. Lo entiendo: el Islam es demasiado místico para la meticulosa teología cristiana (¡y encima explicada por mí!). Ve en Dios algo fundamentalmente inefable, un poco al modo en que los neoplatónicos hablaban de lo Uno como el “epekeina tes ousías” (lo que está más allá del ser), y todo intento de describir su naturaleza –si quiera metafórica, aproximativamente– le resulta vano, e incluso blasfemo. Por ello mismo considera idolátrico el santoral y las representaciones cristianas: si Dios es irrepresentable intelectualmente, ¿cómo podría serlo estéticamente? Además: da la impresión de que los cristianos –como comentábamos en la última entrada de este blog– veneran demasiado esas representaciones. Parecen confundirlas con Dios mismo.

He de decir, en todo caso, que pocos judíos o musulmanes son conscientes de que este fenómeno afecta más a su fe de lo que ellos querrían reconocer: por un lado, la fuerza estética de lo negativo (las Escrituras que no pueden ser tocadas, el Sancta Sanctorum o la Kaaba que no puede ser penetrados), y por otro, lo intensamente idolátricas que acaban siendo ciertas observancias religiosas (la impureza del cerdo, el número definido de oraciones diarias, etc.), en las que el acto normativo mismo, en su pura materialidad, es confundido con la piedad y el amor.

Y aquí radica la fundamental paradoja del cristianismo, que es también su grandeza: comparte con las otras religiones del Libro una lucha encarnizada contra la divinización de lo finito. De ahí el potencial crítico y emancipador de las grandes religiones. Pero al mismo tiempo combate, atento al misterio de la Encarnación, la tentación mistificadora del monoteísmo: Cristo, el Dios hecho Hombre, anuncia que el Reino de Dios no viene en forma alguna, sino que “está entre vosotros”. El Dios-Uno no es simplemente lo Otro del mundo: aquello que no debe ser confundido con nada terrenal, y ante lo cual todo lo creado viene a ser sombra y nada. Es también aquello que sobreviene como cuerpo y como presencia en la historia. Nada más normal para el cristiano, pues, que esta relación irónica con lo sagrado, a ratos ridícula y a ratos blasfema. Pues blasfemia es la ruptura del Velo, y por eso es Cristo mismo blasfemo a ojos de los judíos. Pero lo que allí es blasfemia, aquí es Redención. Pues Aquél que está más allá de todo, es aquí, para nosotros, Emmanuel: un Dios al que pasean por las calles, pues Él es tiempo, carne, madera e historia.

sábado, 27 de marzo de 2010

El chivo expiatorio y la religión de Cristo

Llega la Semana Santa, y yo sigo leyendo a Girard. Cuando llego a Sevilla, me cuentan en casa que los capillitas de esta tierra mariana andan mosqueados con el pregón de García Barbeito, que no ha nombrado una sola Hermandad en toda la hora y media que estuvo hablando. Y me acuerdo inmediatamente del relato de una compañera de trabajo, que asegura haber visto a sus devotos paisanos granadinos pasando un pañuelo por el paso de Nuestra Señora de las Angustias para guardarlo piadosamente después en sus bolsillos. Pienso que la cuestión ya no es si este tipo de comportamientos pueden, no obstante, esconder una auténtica fe no idolátrica, sino si, en sí mismos, son compatibles con dicha fe.

Mi relato es caótico, así que mi reflexión será pobre. No importa: el hecho es que llega el tiempo en que celebramos que Cristo se ofrece a sí mismo como Víctima. En pie está la pregunta de si Cristo como Víctima -incluso como Víctima Resucitada- es el último objeto de adoración de los cristianos y en qué medida. Recuerdo las palabras de Lessing acerca de la diferencia entre la religión de Cristo y la religión cristiana: entre la religión que tuvo Cristo y trató de enseñar, y la que practican los cristianos al convertirlo a Él en objeto de adoración. ¿Será verdad que, como dice Girard, "son los mismos homicidas quienes sacralizan a su víctima"? ¿sacralizamos entonces la persona de Cristo como modo de expiar, en Él, nuestro propio mal, en lugar de venerar aquello que Él representa y realiza en sí mismo?

sábado, 27 de febrero de 2010

Urs

Balthasar, Santo Patrón de esta Taberna (entre otros), resumido por él mismo. Vía Hernán.

martes, 19 de enero de 2010

¿Tiene razón Munilla?

El obispo dijo, al parecer, algo así como que "nuestra" situación espiritual era más digna de lástima que la situación material de Haití. Como se sabe, la cosa ha dado que hablar. José María Castillo está muy indignado porque considera que las palabras del Obispo suponen un desprecio a la vida, don dado por Dios. Pero olvida que el mismo Dios que da la vida, la quita. Olvida que es Él el que permite –incomprensiblemente– que los niños mueran asfixiados bajo los escombros. “Munilla -dice Castillo- valora más la religión que la vida”. Esta falacia sería tanto como decir de un bombero que entra en un edificio ardiendo que valora más su profesión que la vida. O de quien sufre martirio, que valora más su ideología que la vida.

Estos que hablan con tanta indignación, que se rasgan las vestiduras, y que citan profusamente las Escrituras, deberían juzgar menos y escuchar de un modo algo más benévolo lo que dice un hombre que, obviamente, no desprecia el sufrimiento de los haitianos. ¿Qué clase de cerrazón mental anticlerical lleva a alguien a suponer que, efectivamente, el señor Munilla es tan perverso como para despreciar el sufrimiento de quien ha muerto en un terremoto? En el blog de Jesús Zamora se defienden sofismas similares, e incluso ciertos comentarios dan a entender que los clérigos católicos anteponen su negocio como "administradores de la fe" al sufrimiento y la muerte de miles de personas inocentes. Dicho en plata: que la muerte de miles de haitianos les preocupa menos que el hecho de que la gente no vaya a misa ni se confiese. Y, además, todo ello bajo pseudónimos, enfadándose mucho, y convirtiendo los argumentos en fáciles insultos y descalificaciones, en una muestra más del pluralismo postreligioso.

Pero lo cierto es que es consustancial al creyente considerar que la vida, el proceso homeostático, no es, efectivamente, lo más valioso. Si lo fuera, ¿qué nos empujaría a dar la vida por defender ciertos valores: la justicia, el socorro mutuo, la paz...? ¿No implica ello que, efectivamente, ciertos valores valen más que la vida misma y que, a la inversa, perderlos es peor que perder la vida? "Más le valdría a ese hombre no haber nacido" (Mt, 23, 24), dice Cristo de Judas. Hay un mal que, efectivamente, es peor que carecer de vida. Peor que perder la vida. Ello no implica desvalorizar todo lo demás, sino ponerlo en su sitio. Se pongan como se pongan, el cristianismo debe defender que, efectivamente y como ya decía Sócrates, hay algo más digno de lástima que morir. ¿O no lo hay?

jueves, 3 de diciembre de 2009

sofòi y sinetòi

¿Quién me iba a decir a mí, cofundador de la Hermandad Orante por la Supresión de las Homilías en la Santa Misa por su Peligro para la Devoción y la Fe (HOSHSMPDF), que acabaría proponiendo una homilía como texto fundacional para esta Taberna? Es que debo ser un sinetòi.