lunes, 20 de abril de 2009

La vida eterna

En la Enciclopedia virtual de Aciprensa hay una entrada sobre la vida eterna. Comienza así:

“En la hora de la muerte, los que están totalmente limpios de pecado van al cielo para siempre.
Los que mueren en gracia de Dios, pero con alguna mancha de pecado o deuda por los pecados perdonados, antes van al Purgatorio para purificarse totalmente.
Los que mueren en pecado mortal, y por tanto separados de Dios, van al infierno, donde serán castigados eternamente por haber rechazo a Dios”.


Y el broche final:

“¿Qué es el Infierno?
El Infierno es la privación definitiva de Dios y la condenación por el fuego eterno con el sufrimiento de todo mal sin mezcla de bien alguno, porque no hay amor, sino soledad eterna.
¿Quiénes van al Infierno?
Van al infierno los que mueren en pecado mortal, porque rechazaron la gracia de Dios”.


Hay algo pervertido y falso en esta forma de reflexión sobre el más allá. Pero ¿qué?

miércoles, 15 de abril de 2009

¿Creer en Dios, a "estas alturas"?

En esta entrada en la Buhardilla de Jerónimo encontré un aire de la conversación que teníamos sobre el germen desacralizador del cristianismo. ¿Llevado demasiado lejos? ¿O son estos delirios consecuencia de dejar esa dinámica desacralizadora a su arbitrio, es decir, al nuestro, al de los hombres solos, es decir: protestantismo? Después de lo cómico de la foto y las citas, despierta cierta inquietud la falta de apego a la verdad, al mundo real y objetivo, y la elasticidad de las palabras llevadas hasta la nada misma. Parece un proceso que comenzara con el modernismo. Y no falta quien opina que el modernismo es un contagio católico del protestantismo. Lo dejo ahí.

Y ya que estamos enlazando, qué buen texto sobre el eterno tema del mal como refutación de Dios, en la bitácora de Jesús Cotta. Con sencillez y hondura.

martes, 14 de abril de 2009

La jactancia moral y las virtudes de nuestros vicios

Ponderaba Antonio Machado, refiriéndose a su heterónimo Juan de Mairena, la ausencia de jactancia moral como uno de los rasgos que más ennoblecía y dignificaba su carácter. Lástima que no disponga aquí del texto para que el lector lo tenga ante sus ojos.
La anécdota machadiana. Venía a decir Mairena que aún teniéndose por hombre poco o nada inclinado al latrocinio no sería capaz de asegurar con firmeza que, si las circunstancias son óptimas, le suspenda el reloj a su vecino. Uno se para a pensar y no sabe qué desastre hubiera sido su vida, la de uno, si no hubiera estado arropada por innúmeros defectillos e imperfecciones, de esos que a uno le avergüenzan y le hacen verse ridículo ¡Ay, las veces que hemos metido la pata hasta el fondo y querríamos que nos tragara la tierra! No sé si hablar hasta de la bondad de algunos de nuestros vicios o, bueno, quizá no vicios, pero al menos tendencias desordenadas y difíciles de dominar ¿No serán quizá algunas de nuestras faltas pertinaces las que nos defiendan de que nos despeñemos en la cerrazón y atrofia espirituales más invencibles? Es verdad que las Escrituras nos llaman a ser santos como Yahveh es santo, perfectos como el Padre celestial ¿Pero no será acaso sensible a tamañas exigencias sólo el hombre que se sabe herido e impotente en alguna dimensión de su ser?
Hablaba San Pablo, misteriosamente, de un aguijón que llevaba en la carne y que no podía sufrir. A veces pienso si no fue ese aguijón una tentación persistente o un remordimiento o una falta cometida que, paradójicamente, le daba fuerza para evangelizar, para dejarse el pellejo, soportar toda afrenta, abrazar todo dolor... si con ello se avivaba y extendía la llama del evangelio. Creo no equivocarme en la cita: él dijo aquello -¿no?- de que cuando soy débil es cuando soy más fuerte.
Tampoco se trata de caer en el luterano "peca con fuerza y cree con fuerza" (no recuerdo el latinajo). Es verdad que no toda inclinación negativa nos abre a la realidad que somos y nos hace disponibles. Los pecados puramente espirituales nos encierran siempre en el minúsculo y triste recinto de nuestro ego. Nada bueno puede venir del odio, el orgullo, el resentimiento, la envidia... Tal vez sean los pecados o tendencias más vinculados a la carne (en sentido amplio), aunque no sólo esos, los que hienden la muralla que hemos construido en torno a nuestro yo para finalmente reducirla a un montón de escombros ¿No serán el alcohólico, el ludópata, el lujurioso, el vago... los que, al ser tan visible su pecado, a veces de apariencia tan humillante, no serán estos, digo, los que más fácilmente se abren a la fuerza de la gracia? (Caigo ahora en la cuenta de que me refiero a ellos como extraños, en tercera persona ¡Dios, cómo somos!).
Bueno, a fin de cuentas, si nos ponemos a pensar, es claro que esto no es más que una glosa de la parábola del fariseo y el publicano.
Me acuerdo ahora de algo que dice el amigo Beades y que creo muy cierto: al final se nos juzgará -para bien y para mal- por aquello que más se alejaba de la luz de la conciencia, aquello que estaba en nosotros y no lo percibíamos de puro inmediato y transparente que era. El Juicio debe de ser un reparar en lo obvio, un "¿cómo no me di cuenta de esto si era evidente?".

sábado, 11 de abril de 2009

El virus de Dawkins y el futuro del nihilismo

Para mí Richard Dawkins representa el tipo de intelectual que detesto: parcial, sofista, superficial, manipulador. Y lo peor: empeñado en deducir toda una metafísica a partir de los procedimientos metódicos de la ciencia natural. El mejor ejemplo de todo esto son sus documentales, que nos enlazaba hace poco Santiago en su blog. En uno de ellos, el biólogo con vocación de todo (como la Obregón) se empeña en demostrarnos lo malas que son las religiones. Para ello, recorre el mundo, desde Tierra Santa a la América profunda, en busca de toda clase de perturbados con los que “dialogar”. Éstos le dicen cosas propias de perturbados, y el hombre se vuelve a Inglaterra, feliz de haber confirmado sus expectativas sobre la naturaleza irracional y perversa de la religión. Para que se hagan una idea, Sir Dawkins conversa con un judío laico neoyorkino reconvertido en islamista radical, un pastor evangelista que gestiona una “casa del infierno”, o un tipo que afirma que el castigo por adulterio debería ser la ejecución.

Sus simplistas reflexiones sobre el Antiguo Testamento (Yavéh es celoso, mezquino, injusto, genocida…) no estarían mal de haberlas hecho un estudiante de la E.S.O, y su desconocimiento del pensamiento cristiano y de la teología moderna es tan manifiesto que sólo logra hacer aún más evidente el hecho de que su crítica tiene mucho que ver con las tripas y poco con la razón. Afirma que “las raíces irracionales de la religión alimentan la intolerancia al punto del asesinato”. Pero Dawkins no debe haber leído a Buffon, por ejemplo, ni a los otros evolucionistas empeñados en justificar el colonialismo criminal europeo. Ni a Marx, convencido –como Dawkins– de poseer la verdad de la ciencia frente a la peligrosa superstición religiosa, lo que le hacía declarar con orgullo: “abiertamente declaramos que sólo con la violencia podremos alcanzar nuestros objetivos”. O por poner ejemplos más actuales: los darwinistas sociales, la biología racial de los nazis, o el mismísimo James Watson, arguyendo contra la inteligencia de los negros o a favor de practicar el aborto si se descubre que el niño va a “nacer homosexual”. Dawkins no debe haber leído a todos éstos, pues alguien de su inteligencia se hubiera percatado de que las religiones no tienen el monopolio de la intolerancia, y que también las distintas formas de ateísmo (como las distintas formas de cientifismo) han provocado un gran daño a la humanidad. Además, según Dawkins, los niños de colegios religiosos son adoctrinados “en lo que un observador objetivo llamaría moral deformada”. Pero de ser un “observador objetivo” no puede dar él mismo ejemplo, puesto que pocos científicos se atreverían a hablar de “infección por el virus de la religión” o del “estado infantil” en que, a su juicio, permanecen las mentes de quienes no han “tenido éxito” en el proceso de liberación consistente en “matar el virus de la fe”. Si a alguien le interesa seguir por ahí, el artículo sobre El espejismo de Dios en Wikipedia recoge algunas objeciones a la obra de Dawkins, y no tiene sentido darle más vueltas. En todo caso, lo más triste de la cruzada antirreligiosa de este autor es su manifiesta impotencia para comprender y explicar la persistencia de ese hecho humano detestable, sobre el que no aporta más que una permanente mueca de perplejidad en los ojos.

Bien. Encuentro, sin embargo, algo que me interesa e inquieta en esos documentales. La mayoría de dementes entrevistados por Dawkins dejan ver algo que nos debería hacer pensar, más allá de las pretensiones apologéticas de éste: todos ellos están espantados por la deriva nihilista de Occidente. Desde los anti-evolucionistas norteamericanos hasta los yihadistas, todos creen que el pensamiento científico y racional de Occidente despoja al hombre de lo más valioso que poseía: lo priva de sus esperanzas, lo deja desnudo sin patrones de conducta, a la intemperie de la arbitrariedad y el sinsentido. Y tienen razón: “¿quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte?” –gritaba el loco de la Gaya Ciencia. Los pensadores que diagnosticaron el nihilismo (Nietzsche, Heidegger…) profetizaron también su superación (el Übermensch, el “dios” que ha de salvarnos…), pero el tiempo pasa y la hora del amanecer no llega. Seguimos en medio de un impass desesperanzado, sin metas históricas ni soluciones morales. “Excesivo cansancio espiritual y falta de disciplina”: así caracteriza Nietzsche, en un fragmento póstumo, lo que él mismo llama la catástrofe nihilista. Cuando la filosofía y la ciencia mataron a Dios, los “espíritus libres” esperaban alegría y emancipación. Pero conforme pasa el tiempo, más nos parece que la emancipación va unida al miedo y la tristeza. Y mientras seguimos esperando la superación del nihilismo, por todas partes del mundo crecen las hordas de quienes no están dispuestos a dejar sin castigo el crimen metafísico de Occidente.

sábado, 4 de abril de 2009

El débil dios de los cristianos

Recuerdo que la primera vez que oí hablar de Vattimo fue en clase de Corrientes Actuales de Pensamiento que impartía Marín Casanova en la Universidad de Sevilla. Leímos La sociedad transparente y me pareció un libro más entre los muchos escritos en la estela del pensamiento postmoderno: la filosofía ha muerto y ahora toca hablar de democracia, medios de comunicación y nuevas tecnologías. Mmmmm… ¡me aburro! Pero un día supe que el filósofo italiano acababa de publicar un libro en el que, al parecer, se confesaba cristiano. Como todos sabíamos que Vattimo era homosexual practicante, comunista renovado y reconocido nietzscheano-heideggeriano, la cosa tenía su morbo. Rápidamente fui a una librería y me hice con el libro. Se titulaba Creer que se cree. Lo leí de un tirón esa misma tarde. Desde entonces, he leído todo lo que se ha ido publicando en español del pensador italiano.

Cierro el preámbulo anecdótico y voy al grano. Sin entrar ahora a valorar a fondo su filosofía, yo diría que pasarán muchos años hasta que seamos conscientes de la magnitud de la aportación de Vattimo a la autocomprensión del cristianismo contemporáneo. En su opinión, la modernidad y la secularización no son acontecimientos externos al cristianismo, sino la explicitación misma de su esencia en cierto momento de su desarrollo. Esta esencia es la kenosis (ekénosen: vaciarse), el vaciamiento de Dios, su "abajamiento" al mundo, cancelando así todo ámbito de sacralidad (“el velo del templo se rasgó en dos”) ya desde el mismo acto de la Encarnación. El Dios de la caridad, al encarnarse, rompe para siempre el vínculo entre lo sagrado y la violencia, característico de las religiones sacrificiales. Destruye lo sagrado como un ámbito de permanente impostura idolátrica: Dios no habita más en templos hechos por manos humanas. La kenosis exige dejar de comprender a Dios en términos de ese fundamento exterior y radicalmente distinto del mundo, y disponible para el hombre de un modo mágico: un fundamento desde el cual el piadoso contempla, controla y domina la totalidad de lo real, y cuya disponibilidad se alcanza por medio de procedimientos humanos (sacrificios, oraciones, acciones virtuosas o sistemas filosóficos…). El Dios que, en palabras de Nietzsche, “ha muerto” es el Dios de la metafísica y el Dios de las religiones naturales. Esta muerte de Dios ha acontecido por obra del cristianismo.

Pero esto tiene sus consecuencias: si el cristianismo es la historia de su debilitamiento, si es el proceso de su progresivo alejamiento respecto de los rasgos “naturales” de la religión, entonces es también la historia de la pérdida de las certezas sólidas, los dogmas y los patrones morales. La pregunta que quería dejar abierta es, entonces, la siguiente: ¿es posible seguir hablando de “cristianismo” una vez que éste disuelve sus propios dogmas teológicos y referencias morales y queda reducido a la caridad? Y, sobre todo, ¿por qué detener ese proceso “deconstructor” justo a las puertas de la caridad? ¿por qué no prescindir también de ella?