miércoles, 31 de marzo de 2010

El Dios al que pasean por las calles

Estaba en Sevilla, junto a la Plaza del Salvador, el Lunes Santo. Aún tenía en mente los inteligentes comentarios que se hicieron, en este blog y en otro, a la última entrada, cuando me vi en la tesitura de explicarle a un amigo musulmán el sentido de la Semana Santa, así que tuve que hablarle de asuntos como la Trinidad y las imágenes. Yo me creía capaz de explicar más o menos bien estas cosas, pero su cara delataba un asombro e incomprensión que rara vez he visto. Lo entiendo: el Islam es demasiado místico para la meticulosa teología cristiana (¡y encima explicada por mí!). Ve en Dios algo fundamentalmente inefable, un poco al modo en que los neoplatónicos hablaban de lo Uno como el “epekeina tes ousías” (lo que está más allá del ser), y todo intento de describir su naturaleza –si quiera metafórica, aproximativamente– le resulta vano, e incluso blasfemo. Por ello mismo considera idolátrico el santoral y las representaciones cristianas: si Dios es irrepresentable intelectualmente, ¿cómo podría serlo estéticamente? Además: da la impresión de que los cristianos –como comentábamos en la última entrada de este blog– veneran demasiado esas representaciones. Parecen confundirlas con Dios mismo.

He de decir, en todo caso, que pocos judíos o musulmanes son conscientes de que este fenómeno afecta más a su fe de lo que ellos querrían reconocer: por un lado, la fuerza estética de lo negativo (las Escrituras que no pueden ser tocadas, el Sancta Sanctorum o la Kaaba que no puede ser penetrados), y por otro, lo intensamente idolátricas que acaban siendo ciertas observancias religiosas (la impureza del cerdo, el número definido de oraciones diarias, etc.), en las que el acto normativo mismo, en su pura materialidad, es confundido con la piedad y el amor.

Y aquí radica la fundamental paradoja del cristianismo, que es también su grandeza: comparte con las otras religiones del Libro una lucha encarnizada contra la divinización de lo finito. De ahí el potencial crítico y emancipador de las grandes religiones. Pero al mismo tiempo combate, atento al misterio de la Encarnación, la tentación mistificadora del monoteísmo: Cristo, el Dios hecho Hombre, anuncia que el Reino de Dios no viene en forma alguna, sino que “está entre vosotros”. El Dios-Uno no es simplemente lo Otro del mundo: aquello que no debe ser confundido con nada terrenal, y ante lo cual todo lo creado viene a ser sombra y nada. Es también aquello que sobreviene como cuerpo y como presencia en la historia. Nada más normal para el cristiano, pues, que esta relación irónica con lo sagrado, a ratos ridícula y a ratos blasfema. Pues blasfemia es la ruptura del Velo, y por eso es Cristo mismo blasfemo a ojos de los judíos. Pero lo que allí es blasfemia, aquí es Redención. Pues Aquél que está más allá de todo, es aquí, para nosotros, Emmanuel: un Dios al que pasean por las calles, pues Él es tiempo, carne, madera e historia.

sábado, 27 de marzo de 2010

El chivo expiatorio y la religión de Cristo

Llega la Semana Santa, y yo sigo leyendo a Girard. Cuando llego a Sevilla, me cuentan en casa que los capillitas de esta tierra mariana andan mosqueados con el pregón de García Barbeito, que no ha nombrado una sola Hermandad en toda la hora y media que estuvo hablando. Y me acuerdo inmediatamente del relato de una compañera de trabajo, que asegura haber visto a sus devotos paisanos granadinos pasando un pañuelo por el paso de Nuestra Señora de las Angustias para guardarlo piadosamente después en sus bolsillos. Pienso que la cuestión ya no es si este tipo de comportamientos pueden, no obstante, esconder una auténtica fe no idolátrica, sino si, en sí mismos, son compatibles con dicha fe.

Mi relato es caótico, así que mi reflexión será pobre. No importa: el hecho es que llega el tiempo en que celebramos que Cristo se ofrece a sí mismo como Víctima. En pie está la pregunta de si Cristo como Víctima -incluso como Víctima Resucitada- es el último objeto de adoración de los cristianos y en qué medida. Recuerdo las palabras de Lessing acerca de la diferencia entre la religión de Cristo y la religión cristiana: entre la religión que tuvo Cristo y trató de enseñar, y la que practican los cristianos al convertirlo a Él en objeto de adoración. ¿Será verdad que, como dice Girard, "son los mismos homicidas quienes sacralizan a su víctima"? ¿sacralizamos entonces la persona de Cristo como modo de expiar, en Él, nuestro propio mal, en lugar de venerar aquello que Él representa y realiza en sí mismo?