jueves, 3 de diciembre de 2009

sofòi y sinetòi

¿Quién me iba a decir a mí, cofundador de la Hermandad Orante por la Supresión de las Homilías en la Santa Misa por su Peligro para la Devoción y la Fe (HOSHSMPDF), que acabaría proponiendo una homilía como texto fundacional para esta Taberna? Es que debo ser un sinetòi.

sábado, 21 de noviembre de 2009

jueves, 19 de noviembre de 2009

Dios, sólo Dios

¡Pobre de aquel que ve en la nada el justo pago de su existencia! Unamuno, con su egotismo invasivo, no dejaba de tener razón. El afán de inmortalidad, el deseo de perseverar indefinidamente en el ser propio (ese "conatus" del que Spinoza tratara "al modo geométrico" en su Ética), el resistirse con todo nuestro empeño al poder en apariencia omnímodo de la muerte... Todo eso es cosa de hombres recios y de una pieza, los que saben qué es tener un "yo" y gustan de habitar sus adentros. La fina punta del alma, la última de las moradas, que dirán los místicos. En realidad este "yo", el "singular" de Kierkegaard, sólo se alcanza por la referencia del propio existir a lo Absoluto personal que convoca e interpela. Que nos llama no sólo en la desnudez de la fe sino también en un ateísmo trágico, enérgico, en que la Nada nos reta. Por monstruos tomaba Pascal a aquellos hombres que se muestran indiferentes ante cuestión en la que les va el todo de su existencia.

Pero en ocasiones el ánimo no busca consuelo en esa esperanza de que la vida vence al abismo. No anhela compensaciones. Se atisba algo más hondo que puede llegar a colmarnos con un gozo transido de nostalgia. El propio ser se ha vuelto traslúcido. Nada quiere para sí. Se abre el espíritu a la realidad total, y una alegría asciende vertical como flecha lanzada al infinito: DIOS EXISTE. El ser en su plenitud desbordante, acto y vida sin término, es Bienaventuranza.

sábado, 31 de octubre de 2009

Sacerdotes casados en la Iglesia Católica

Si no entiendo mal esto, el caso es que los sacerdotes anglicanos casados, que quieran hacerse católicos, podrán ser candidatos al sacerdocio católico. Y los que sean célibes, han de comprometerse al sacerdocio católico en el celibato, como es la norma occidental. Pero, ¿y esos sacerdotes anglocatólicos, que se quieren pasar al catolicismo, y que tenían prometida y se iban a casar? Muy fácil, se esperan, se casan, y ya se harán católicos más adelante, si ese es su deseo, ya casados. Al menos, no veo ninguna objeción legal. Antes de este gran paso, ya había muchos casos así.

Esta casuística me lleva a ver lo relativo que es todo este asunto del celibato apostólico. Es lógico que aquellos que sentían vocación sacerdotal y también matrimonial, allá por los tiempos del Vaticano II, y que se sintieron decepcionados al ver que no se cumplirían sus deseos, sus esperanzas de cambio disciplinar (conozco algún caso), ahora se pregunten ¿Y por qué los que vienen del anglicanismo, casados, pueden ser sacerdotes católicos, y yo no? No es una objeción fundamental, sino una derivada curiosa de las especiales circunstancia de estos pasos del ecumenismo, sí, pero... da que pensar, ¿no?

lunes, 14 de septiembre de 2009

Becerritos de oro, o la mini-idolatría

Hoy es la Taberna la que apunta y dice ¡Amigo! Por seguir con los becerritos de oro, en otro orden de cosas. Ojo con la entrada -enlazada- de Suso: tiene miga tabernaria.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Becerros de oro

Imagina José Jiménez Lozano, en Historia de un otoño, (gracias, Antoine), este diálogo entre la Madre Du Mesnil, presa tras la destrucción de Port Royal des Champs, al Arzobispo de París, Cardenal de Noailles:

"Este destierro y la destrucción de nuestro monasterio me han producido muchas amarguras y también decepciones de los hombres y precisamente de aquellos de quienes me había imaginado que nunca lo dejarían destruir, ni permitirían esta nuestra soledad y deshonor. Pero, al fin y al cabo, es natural que los hombres decepcionen. Esa decepción nos ayuda a no convertirlos en ídolos".

Lo he recordado ante la carta de un Legionario de Cristo, tras los escándalos de su fundador:

"Si bien no podemos olvidar que él es nuestro fundador e hizo mucho bien, tampoco podemos negar que los hechos que han salido a la luz no pueden ser, en modo alguno, considerados como un modelo a seguir para las generaciones presentes y futuras. Todo esto debe conducirnos a lo esencial: colocar, aún más, el centro de nuestra vida en Jesucristo."

¿Enésima versión del Felix culpa? Tanto las amenazas de Infierno a las hermanas de Port Royal, como el fenómeno Maciel, son males objetivos, y personalidades eclesiásticas han escandalizado con su comportamiento, no sólo a las gentes de su tiempo, sino de todos los tiempos. Jamás se olvidará el jardín arrasado del monasterio, por ceder la Iglesia ante el Rey de Francia, como la viscosa historia del fundador de los Legionarios. Pero en ambos textos aparece una casi feliz declaración de principios: así no crearemos ídolos. El reverso de "nadie es bueno sino Dios", la renuncia forzosa –de la necesidad, virtud– al becerro dorado.

Pienso ahora que hay dos estadíos en la fe eclesial. Al principio, tras la ceguera de la primera conversión, o el primer entusiasmo, todo lo eclesial, lo jerárquico, se percibe como prístino e intocable, frente a los sucios caminos del mundo y sus poderes. Y cuando aparece el escándalo, éste lacera como un látigo que hiciese tambalear la fe. Pero quizá haya otro momento, al que sólo se accede tras cierta catársis (algo se le dijo a Nicodemo), en que se ven estos escándalos, esta ausencia de Dios de los "hombres de Dios", casi como necesarios. O al menos, inevitables. Aunque sospecho que para entrar en posesión de ese segundo estado haga falta una verdadera conversión, una inmersión en la oscuridad, el desapego total de todo lo "idolátrico": entusiasmo por el Papa, por los "fundadores", por los objetos de culto, con lo "comunitario", lo "eclesial", todo ese orgullito interior por ser "de los buenos".

Dijo Ratzinger cierta vez que, a lo largo de la Historia, cuando la Iglesia no ha sabido renunciar a sus riquezas y su poder, le han sido arrebatadas por la fuerza. Quizá ocurra lo mismo con este fenómeno. Si le otorgamos atributos divinos al mensajero, el Cielo permitirá que lo veamos romperse. Como si el velo del templo no dejara de rasgarse por la mitad, una y otra vez. Quizá sea una vertiente –esperanzadora, al cabo– de lo que dijo el Maestro: Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos. Esperanzadora, pero difícil. Que se lo digan a ese pobre legionario de Cristo, o a la Madre Du Mesnil.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Esperando nacer

Hoy Hernán nos recomienda; así que no perdamos la oportunidad de recomendar su blog, de nuevo. Parte del impulso para abrir esta Taberna procede de sus reflexiones (en voz alta) en torno a temas teológicos. Brindemos por él.

jueves, 3 de septiembre de 2009

¿Un Dios demostrable?

No soy fideísta. Más aún, de acuerdo con el Vaticano I, no tengo reparos en sostener que la razón, cuando obra en conformidad con sus principios y reglas constitutivos, puede alcanzar un conocimiento cierto de que Dios existe. Es verdad (no nos engañemos) que este conocimiento es siempre inadecuado con respecto a su "objeto" de referencia. Sólo atisbamos en el horizonte la necesidad de un fundamento último, pero bien poco es lo que podemos llegar a conocer acerca de su esencia. Esta permanece envuelta en un misterio insuperable, que sería temerario y estúpido pretender desvelar.
Aún así, dicho lo dicho, creo que es muy difícil, prácticamente imposible, que haya prueba alguna que pueda persuadir con firmeza a los agnósticos o ateos ¿No parece esto contradecir mi anterior aseveración? Llevaré las cosas hasta el extremo. Considero que las vías que procuran un acceso a Dios estrictamente intelectual son abundantes. La mayoría de los argumentos que nos ha legado la historia de la Filosofía me parecen válidos, cuando se los purifica de la escoria de exposiciones de manual que los trivializan hasta reducirlos a lo ridículo.
Aquí llega mi precisión. Estos atisbos, estas súbitas iluminaciones intelectuales del Misterio fundante, son ciertamente posibles "de iure" pero casi siempre impracticables "de facto". Y es que la razón natural, pura y exclusivamente natural, preservada de la injerencia del pecado en sus múltiples formas, sencillamente no existe. La razón, cuando ha de elevarse al plano rigurosísimo y existencialmente vinculante de la reflexión metafísica, a menudo se ofusca, anda a tientas, se pierde en un laberinto de contradicciones y aporías... Ya Sto. Tomás advertía que era necesario que en la revelación divina se incluyesen verdades que son racionalmente accesibles a los hombres, pues no sobrepasan la capacidad de su naturaleza. Ello es indispensable. La cognoscibilidad intrínseca de una verdad no nos asegura que esta verdad vaya a ser "efectivamente" captada por nosotros.
Siendo así las cosas ¿no será precisamente la luz de la fe la que permita a la razón poseerse realmente a sí misma, devolviéndole así su verdadera naturaleza, una naturaleza que sólo podía alcanzar su plenitud inserta en el campo de lo sobrenatural?
Dirá el lector: ¿Y no es justamente esto fideísmo, el fideísmo que se rechazaba al comienzo de este texto? ¿No se ha caído en un círculo vicioso? La razón nos predispone para conocer la existencia de Dios, mas la razón sólo puede obrar así una vez que la fe (que está cierta de que Dios es) la ha rehabilitado elevándola a la dignidad que le es inherente por naturaleza.
Veo que el asunto se me alarga. Y en los blogs hay que procurar ser breve. Ya tendremos ocasión de enfrentarnos a estas dificultades e intentar dilucidar el asunto. Lo siento si he sido poco claro.

viernes, 28 de agosto de 2009

Lo numinoso en la ciencia

La ciencia no ha superado a la religión por su racionalidad, sino, más bien al contrario, por haberse apropiado del carácter numinoso de aquélla. Cuando se le pregunta a la gente qué rasgos definen lo científico, suelen responder hablando de rigor, objetividad, racionalidad, contrastabilidad, etc., pero casi nadie de quienes hablan así asumen las proposiciones de la ciencia en base a ese tipo de criterios. De hecho, no suelen tener la menor idea de qué cosas son los microchips, los virus, los protones o los agujeros negros, y ni tan siquiera qué pueden significar esas leyes físicas que, según nos enseñan, constituyen el modus operandi de la naturaleza. Lo que en realidad fascina de la ciencia es precisamente lo contrario de toda objetividad y racionalidad: es su carácter enigmático, la forma que tiene de hablar de cosas que nos resultan improbables, incomprensibles, e incluso inimaginables.

Por el contrario -y basta con escuchar cualquier homilía dominical en una iglesia de barrio- es la religión la que, harta de las críticas a su carácter esotérico, hace tiempo que amenaza diluirse en un mensaje racional, inteligible, generalmente moral, acerca de qué está bien y qué está mal, cómo deben comportarse los cristianos, cómo es la sociedad actual y cómo debería ser, qué cosa quiso decir Cristo en este o aquel pasaje..., marginando completamente el sentido misterioso, "místico" (en el sentido de Wittgenstein), numinoso en fin, que ha constituido siempre su signo distintivo. Un halo misterioso al que seguía la sospecha de que ella custodiaba la verdad oculta del mundo, envuelta en la liturgia y los cantos, revelada en profecías visionarias, en un fuego que no se consume, en el paso de un Dios sin rostro cuya visión es la muerte: una verdad que no puede ser dicha, y que, paradójicamente, ha donado a la ciencia en una suerte de tributo a su victoria histórica.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Tratado de las vías infinitas

(Una pipa es también un reloj de arena. He cargado esta con media cazoleta, para que la entrada del blog sea como debe de ser, sin la tendencia al tratado farragoso. Cuando se acabe, terminará la entrada)

Mis amigos, tabernarios o no (aunque todos son tabernarios en el fondo), operan a veces como catalizadores de pensamiento, como atractivos pararrayos que provocan el relámpago cerca. Digamos que, por un momento, se me pega la brillantez del otro, o que sólo en compañía somos más de lo que somos, y ése es el ser al que somos llamados. Un ser extendido, habitable. El otro día, como tantas veces, conseguí transmitirle a Antonio Javier una idea que lleva años rondando, desde distintos ángulos, mi cabeza. La idea de que nuestras dificultades con la Fe son muchas veces negativas más que positivas, es decir, que rara vez hay una seria objeción o un nudo intelectual que deshacer (aunque también), sino más bien un abandono, u olvido, de las "vías de acceso", de nuestras personales puertas a la luz. Como ya vio -oh, maestro-, mi bienamado Lewis, la fe es algo que, más que perderse, sencillamente se va abandonando. Esto vino a cuento de la idea de jerarquía en los contenidos de la doctrina (no todo es igual de importante, por lo que podemos relativizar nuestras dudas o dificultades en gran medida), y que nadie (quizá algunos santos) ha sido dotado por Dios para comprender, para abrazar, todos los contenidos de la Fe. Además de la especial ceguera, o visión, de cada época.
Pero a lo que yo apuntaba era a las vías personales, íntimas, biográficas, de acercarnos al misterio, de querer más de Dios, de sentir la llamada del Reino. Cada uno sabe, o sería muy bueno que supiera de un modo más o menos consciente, de qué modo, por qué vías, el hilo invisible del que hablaba el Padre Brown, ha sido pulsado para llamarnos de vuelta a casa. Para los que somos un tanto poetas, un tanto músicos, ha sido muchas veces la experiencia de la Hermosura, el éxtasis de la música. (Empecé precisamente esta pipa, digo, esta entrada, escuchando el tercer libro de Madrigales de Gesualdo). Pero también ciertas experiencias de plenitud con amigos, concretos, en momentos clave de nuestra vida, como suelen serlo la adolescencia, los primeros amores, los proyectos ilusionantes. Estas vías personales, por su propia naturaleza, son inagotables, y lo mejor de todo: siempre sorprendentes. Aunque no siempre disponibles. Sé que también podría hablar del dolor, pero es mucho más difícil, y las palabras deberían descalzarse o hacerse mínimas como gorriones sobre la arena. Casi es mejor la Poesía.
No todo nos acerca a Dios. Ayer estuve en la catedral, haciendo fotos, y se celebraba la novena de la Virgen de los Reyes. Aunque el Gótico siempre ha caldeado mi ánimo con vigor, dejándome boquiabierto como un niño, precisamente ayer, al encontrarme con el Arbispo, al ver el cortejo de bostezantes canónigos y sevillanos y turistas, me sentí tan lejos de aquello como un talibán en Disneylandia. No. Es en otro sitio donde sé que -casi- siempre puedo acercar una ramita para encender una hoguera. Normalmente un poema, un rato de silencio, un paseo perezoso por la ciudad. O un puñado de recuerdos, desordenados y confundidos como una caja de zapatos llena de fotos viejas. O mejor: un rato en la Taberna del Fin del Mundo, donde la conversación y la cerveza recuerdan el banquete que nos fue prometido.
(Se ha apagado la pipa. Voy a limpiarla).

martes, 11 de agosto de 2009

¿Yo, cristiano?

A veces resulta cuando menos incómodo reconocerse públicamente como católico. No es simplemente vergüenza, falta de compromiso con la fe que nos sustenta, miedo a ser rechazados o ridiculizados en nuestro ambiente social o laboral... No niego que pueda haber (en mi caso personal) una pizca de todo eso. No obstante, la cosa no se resuelve tan fácilmente. No quiero (quizá mejor no puedo) confesar mi cristianismo porque sé que la mayoría de las personas con que me cruzo sencillamente no saben qué es el cristianismo. Irremediablemente me toman por otra cosa. En su mente la fe cristiana no es sino un rótulo bajo el que se engloba un batiburrillo contradictorio y tumultuoso de prejuicios, ideíllas peregrinas de todo a cien y no sé cuantas ofuscaciones más. Dices que eres cristiano y eso a la gente le suena a lo mismo que creer en los extraterrestres, hacer campaña contra los condones, leer tal prensa y votar a tal partido, etc ¿Para qué seguir? Uno a veces se inhibe por puro cansancio.

Si bien nuestra vida habrá de resolverse en un sí o un no definitivos, y vivimos desde una fundamental determinación del todo de la existencia, este "absolutismo escatológico" que se concentra en la exigencia del Juicio (la crisis, el discernimiento último) no debe traducirse en un rigorismo atenazante. Muchas veces la aseveración de una verdad tiene que ir acompañada de un "pero" y la formulación de una regla de su ineludible excepción. Y cuando uno se dice cristiano (si no quiere que le confundan con otra cosa) tiene que comenzar con tantas advertencias y aclaraciones que a veces, perezoso, dejas pasar la oportunidad del testimonio.

Con el paso del tiempo se va decantando en mí que ser cristiano, ser en verdad cristiano, debe de ser algo simplicísimo. Pero cuesta dar a conocer esa sencillez gozosa y mucho más conquistarla en el esfuerzo del diario vivir. Tenemos fe en una Palabra antigua y siempre nueva. No queremos juzgar y tenemos conciencia de que sólo el amor redime, un amor que trasciende nuestras fuerzas y que sólo podemos alcanzar de hinojos ante la cruz. En un hombre habita la plenitud de la divinidad; en un hombre Dios se entrega y deifica a sus criaturas. Lo dicho no es para nosotros simple parloteo, es experiencia y vida ¿Mas que palabras y obras pueden ofrendar este tesoro que llevamos oculto?

No sé. Quiero darle vueltas a este asunto de cómo vive el cristiano su fe y su inserción eclesial en la sociedad secularizada y pluralista en que vivimos. Tenemos que dar un vuelco y modificar lo que se entiende que somos y creemos. Pero esa transformación exige tantas cosas y en tan diversas direcciones...

lunes, 10 de agosto de 2009

Reunión tabernaria


Quede así constancia de que, pese a las apariencias, la actividad en La taberna no ha disminuido...

lunes, 20 de julio de 2009

Teología del terremoto (Una metáfora para dogmáticos)


(Lisboa, 1755)


La espléndida arquitectura que un día alzó la fe, fue derribada por la Providencia.

miércoles, 8 de julio de 2009

Dar por despensado

La Cigüeña de la Torre es un blog interesante desde un punto de vista sociológico, entretenido por el cotilleo, y de no muchas alturas teológicas (ni lo pretende). No he podido evitar dar un brinco en la silla al leer este comienzo de post, sobre la Encíclica nueva del Papa:

"Poco más que dejar constancia de la aparición de la nueva encíclica de Benedicto XVI. No la he leído todavía y confieso que alguna pereza me da pues este licenciado en Ciencias Económicas nunca ha tenido especial querencia por la Economía. Aunque sin leerla, y diga lo que diga, mi pensamiento en esas cuestiones es el del Papa. Si hasta el momento hubiera pensado otra cosa, que no lo creo porque yo sobre Economía he pensado poquísimo, pues ya lo doy por despensado." (Las comillas son mías). Fuente aquí.

Yo tampoco la he leído aún, y tengo poquitas ganas también. A mí, como a Baltanás, me sigue decepcionando el pastiche un tanto naïf que el Magisterio elabora sobre esta materia. (Espero que la posteridad no tenga en cuenta estos escritos como "obra teológica" de Ratzinger. Son otra cosa). Lo que me deja perplejo es ese "dar por despensado" el propio pensamiento si difiere con lo que dice una Encíclica. Así, ¿para qué la inteligencia?

miércoles, 17 de junio de 2009

El espíritu de la época

¿Acaso no se complace nuestro tiempo en la sordidez, la cochambre y la deshumanización? Se corre el peligro de que todo impulso hacia lo que es bueno y hermoso sea truncado desde su primer movimiento no por visibles y contundentes fuerzas oscuras, sino por un sentimiento de... ¡pudor! Da vergüenza, parece ridículo atender a ciertas realidades, emplear determinadas palabras. Cuanto nos humaniza y nos eleva va adquiriendo para los hombres una atmósfera de ñoñería y debilidad que les aparta de su goce. Imperan la procacidad y la aspereza; andan escondidos en la clandestinidad el cuidado, la solicitud piadosa, la dicha ingenua, el secreto temblor de la hermosura.
Todo ello va acompañado de dos factores.
Primero, un materialismo craso, una progresiva fisiologización de lo humano que opaca la conciencia de la dignidad propia y ajena. Curiosamente, esta exaltación de lo zoológico, trae como fenómeno concomitante una vivencia pobre, misérrima, de la condición carnal. Para los hombres de hoy ¿qué es su cuerpo? El cuerpo no tiene entidad ni sentido propios. Es funcional y utilitario. Por ello (se podría hablar mucho de esto) vivimos paradójicamente inmersos en un dualismo casi gnóstico que se disfraza de dietética, moda y promiscuidad sexual.
Segundo factor. Desvinculación y resquebrajamiento de los lazos y compromisos mutuos.
Hay como un intento de disolver las estructuras comunitarias que los hombres generan espontáneamente; reducirnos a individuos sin asidero, átomos que impactan, forjan una unión accidental y fugitiva, se separan, resbalan y entrechocan... Todo agitación sin sentido, un ir y venir que marea y atonta.
Creo -y aquí sigo a Jiménez Lozano- que la banalización de lo humano y personal que comenzó en el periodo de entreguerras y que condujo a los grandes totalitarismos; creo, digo, que ese proceso no ha concluido. Simplemente ha tomado nuevos derroteros ¿No es el hombre contemporáneo la materia perfecta para las pretensiones demiúrgicas de un nuevo poder tiránico turbadoramente suave, dúctil y etéreo?

P.D. ¡Caramba! ¡Qué negro y pesimista me salió esto!

jueves, 11 de junio de 2009

Nuestra libertad de conciencia

Aquí un texto de Jacinto Choza, que me ha recomendado esta tarde Antonio Javier. Parece que la nueva tarifa plana de mi compañía de teléfono va a favorecer la conversación interminable de la Taberna del Fin del Mundo.

martes, 9 de junio de 2009

La Balanza y la Cruz

«Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él” (Lc. 10)

Hasta aquí la parábola evangélica. Ahora mi anécdota: nos dirigimos al pueblo más cercano en una furgoneta, porque algunos de los ocupantes del vehículo quieren oír misa. El conductor es un hombre piadoso, que asiste diariamente a misa, y dedica todos los días un rato a leer el Evangelio, a la meditación y a la oración. Al llegar a cierta altura, vemos que un coche está parado en la cuneta. Está averiado y la familia que lo ocupaba está de pie junto a él, pidiendo ayuda. El conductor del vehículo mira brevemente el reloj y dice: “vamos a llegar tarde a misa. Ya parará el siguiente”.

¿Por qué esa obstinación -que a todos, alguna vez, nos invade- por suplantar lo más genuino y lo más obvio del Evangelio? ¿Por qué ese insistente retorno a la dimensión más legalista, ritualista e idolátrica de la religión? ¿Qué extraño impulso nos hace olvidar siempre lo más elemental del mensaje de Cristo para sustituirlo, no por un vago hedonismo –lo cual sería, en cierto sentido, comprensible–, sino por una religiosidad acartonada?

Durante la conversación con Jesús Zamora hace un par de posts, reflexionaba sobre esto mismo. Y llegué a la conclusión de que Cristo trata de librarnos de nuestra necesidad de religión. ¿En qué sentido? No, desde luego, en el sentido de que nos exima de buscar la dimensión espiritual del hombre, ni de que debamos obviar las grandes cuestiones unidas a ella. No en el sentido, sugerido por Vattimo y reconocido por los pastores protestantes holandeses de los que nos hablaba La Buhardilla, de que ya no haya diferencia entre cristianismo y ateísmo. Pero sí en el sentido de que la religión ha sido, hasta Cristo, el deseo de someter a Dios a mecanismos controlables: el rito, la oración, la penitencia. Todo lo que, de un modo mesurable, predecible y definido, está establecido en la alianza, es decir, en el “contrato” con Dios. De ahí la anécdota, que contaba al hilo de aquella conversación con J. Zamora, de los pueblos españoles en que el Domingo de Resurrección (tal vez la fiesta más importante de la Cristiandad) es llamado “Domingo de Judas”. En él la gente hace muñecos de Judas para apalearlos y quemarlos. El mal hecho a Cristo sólo puede ser compensado con un mal hecho a Judas. Cristo no se venga de Judas, ¡pero nosotros lo haremos por él! El Dios redentor resulta demasiado impredecible para el deseo de restitución humano. Por eso lo rechazamos. No queremos misericordia ni gracia, sino legalidad y justicia.

Pero no podemos olvidar que nosotros no veneramos al Dios justiciero, sino al Dios redentor. Aquel a quien, como nos recordaba el Papa en su meditación del Sábado Santo, adoramos como dios venidero que asoma por el Oriente. Él nos ha dado como símbolo, no la Balanza: la Cruz.

jueves, 28 de mayo de 2009

Bonhoeffer (extracto de su obra El precio de la gracia)

La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar, es el perdón malbaratado, el consuelo malbaratado, el sacramento malbaratado; es la gracia como almacén inagotable de la Iglesia, de donde la cogen unas manos inconsideradas para distribuirla sin vacilación ni límites; es la gracia sin precio, que no cuesta nada. Porque se dice que, según la naturaleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta factura ya ha sido pagada, podemos tenerlo todo gratis. Los gastos cubiertos son infinitamente grandes y, por consiguiente, las posibilidades de utilización y de dilapidación son también infinitamente grandes. Por otra parte, ¿qué sería una gracia que no fuese gracia barata?

(...)

La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga. La gracia cara es el evangelio que siempre hemos de buscar, son los dones que hemos de pedir, es la puerta a la que se llama.

Es cara porque llama al seguimiento, es gracia porque llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia porque justifica al pecador. Sobre todo, la gracia es cara porque ha costado cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo -«habéis sido adquiridos a gran precio»- y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nosotros. Es gracia, sobre todo, porque Dios no ha considerado a su Hijo demasiado caro con tal de devolvernos la vida, entregándolo por nosotros. La gracia cara es la encarnación de Dios.

La gracia cara es la gracia como santuario de Dios que hay que proteger del mundo, que no puede ser entregado a los perros; por tanto, es la gracia como palabra viva, palabra de Dios que él mismo pronuncia cuando le agrada. Esta palabra llega a nosotros en la forma de una llamada misericordiosa a seguir a Jesús, se presenta al espíritu angustiado y al corazón abatido como una palabra de perdón. La gracia es cara porque obliga al hombre a someterse al yugo del seguimiento de Jesucristo, pero es una gracia el que Jesús diga: "Mi yugo es suave y mi carga ligera".

sábado, 9 de mayo de 2009

Temor de Dios

"Sin embargo, la comunidad o la nación que peca contra la Verdad, que pierde la reverencia a la Verdad y el horror a la mentira, está perdida, dejada de la mano de Dios. ¿Y qué castigo más grande que éste, que el que se va de la Verdad, ella se queda y no lo sigue y él se va? ¿Adónde se va? "A las tinieblas de allá afuera" -dice Cristo. La Verdad no puede imponerse a sí misma por fuerza. Si no la aceptan, se retira. ¡Temed a la Verdad que se retira!" San Agustín y los filósofos, P. Leonardo Castellani.

La Verdad nos incomoda. Parece que nuestro modo de ser-en-el-tiempo, el pathos de nuestra época, es la duda, o, mejor dicho, la incomodidad. Sí, creemos algunas cosas, algunas las hemos experimentado y han afianzado nuestras creencias, pero siempre estamos incómodos, siempre nos desagrada la "demasiada luz" que decía Pascal que no soportamos ("queremos tener con que sobrepagar la deuda").
Y sin embargo, "¡Temed a la Verdad que se retira!" Alguna vez me he imaginado volviéndome del todo indiferente, porcino, con mis cuatro gustitos y mis tres rutinas, y una sonrisa con sabor a sucedáneo de epicureísmo con cacharros tecnológicos continuamente renovados. Ruido y acciones, y objetos, que se suceden, sin dejar una rendija para el "Recuerde el alma dormida". La memoria de Dios oculta en mí -como dice Ratzinger- puede sufrir un irreparable alzheimer. A esto es a lo que Pêguy se refería como "lignificación": ir muriendo, pasar de tronco vivo a leño.
La Poesía, cuántas veces ha sido ese último hilo, ese despertador -de sonido débil- que nos avisa: cuidado, que la Verdad se retira. Nos asomamos, y hay un hueco, una huella. Ha estado aquí. Eso es la Poesía, un "ha estado aquí". Como la terrible oquedad gozosa del sepulcro el domingo de Resurrección.
El temor de Dios es temer no ver las huellas, que nos hundamos del todo en el embotamiento, lignificados. A esas piedras en que nos convertimos les fue prometido el Espíritu. La plegaria: recuérdame, despiértame, no me dejes aunque yo me aturulle. Llámame, por favor, porque a mí se me olvida.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Construir sobre roca

Siento no postear, pero al menos os enlazo esto. Que queréis que os diga, es edificante (aunque sea en el sentido de la demolición para construir desde los cimientos, de nuevo).

martes, 5 de mayo de 2009

Elogio de la Prudencia

¡La de tiempo que no me pasaba por la taberna para echar un trago de buen vino! En fin, ahora que mis ocupaciones me dejan un tiempo, veremos qué se puede hacer.
Uno quería hoy hablar de la prudencia. Ando estos días en el Instituto con la ética de Aristóteles arriba y abajo, a ver si consigo que mis alumnos consigan acercarse al modo aristotélico de pensar. Y en tales circunstancias vengo a dar con el tema de la maltrecha y casi siempre olvidada virtud de la prudencia. Es cierto que la crisis afecta a toda la ética de las virtudes, arrinconada hoy en beneficio del procedimentalismo formalista de neokantianos y habermasianos. Lo cierto es que las éticas de este cariz, las éticas discursivas, tan asépticas y pulcras ellas, no dejan de impresionar a un espíritu geométrico. Pero quizá la moral sea terreno más propicio para el pascaliano espíritu de fineza, que -a mi modo de ver- no es sino una variante de lo que los clásicos llamaban prudencia.
Lo primero de todo, el lenguaje. Hoy la palabra prudencia parece evocar un ánimo pusilánime y cobardón, un espíritu quisquilloso y apocado que la hace poco atractiva. Por otra parte está el lastre con el que Kant cargó el término, al entender la prudencia como astucia mala, como habilidad para satisfacer en cualquier circunstancia el mayor número posible de inclinaciones naturales. La prudencia quedaba así caracterizada -perdónenme los kantianos- como listeza de pícaros y avisados.
Hasta en los tratados clásicos sobre la virtud se tiende a obviar o relegar la prudencia que, a fin de cuentas, es el fundamento y la fuerza directriz de todo el quehacer moral.
La prudencia es un saber, pero un saber singular; un saber que no tiene por término lo universal y necesario, un saber que se orienta al polo opuesto: lo relativo, lo contingente, lo circunstanciado... La prudencia es el difícil arte de elegir. La prudencia no puede enseñarse metódicamente, porque no es una ciencia ni un sistema acabado de juicios o reglas morales. La prudencia ha de determinar el "kairós", el momento justo y oportuno, la ocasión idónea y no anticipable.
El prudente se ve inmerso en la trama intrincada de acontecimientos y posibilidades que constituyen el vivir; pero no queda atrapado por la tela de araña ni sumido en una perplejidad paralizante. El prudente decide, sabe decidir cuando las circunstancias son cambiantes, cuando la realidad se muestra ambigua y no es tan fácil separar el bien del mal. Quizá -no sé si es un juicio demasiado rotundo- alcanzar la prudencia es el término de la construcción personal y ética del sujeto. Prudencia es madurez, acendramiento, posesión de sí.
Y quisiera insistir en otra cosa: la prudencia es mediadora. El imprudente desemboca casi irreversiblemente en el fanatismo. Es el "camello" del que nos habla Nietzsche en "Las tres transformaciones del espíritu" (aunque luego no compartamos su mensaje final). Quien carece de prudencia -dejaré aparte el caso del inmoral- siente una especie de fascinación por la pureza diamantina del ideal ético. La moralidad se le manifiesta como un reino de valores objetivos interconectados según reglas precisas. El sentimiento moral adquiere entonces proporciones sublimes y caemos rendidos ante la majestad del deber.
El que estas líneas escribe está muy lejos de cualquier relativismo ético. Creo que es malo que la actitud filosófica se distancie de tal modo del sentido común que al final termine por censurarlo, zaherirlo y amordazarlo. La filosofía -creo yo- no ha de oponerse sin más al sentido común. Su misión es purificarlo mediante el sano ejercicio de la crítica, no destruirlo. Porque en el sentido común hay una precomprensión de la realidad, una apertura originaria al ser y la verdad que sirve de piedra de toque para toda especulación. Y en fin -que ya me apartaba de mi propósito- el sentido común nos dice que existe lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. El filósofo -como decía- habrá de purificar estas nociones, corregirlas cuando sea posible, pero todo ello asentándose en la experiencia primigenia del ser humano.
La prudencia es mediadora. No se extasía ante la inmaculada idealidad de la moral objetiva, sino que intenta que el valor se encarne, tome cuerpo en la realidad cotidiana y se realice en nuestras vidas. Entonces surge el conflicto, conflicto entre el imperativo ético y las imposiciones fácticas del mundo, conflicto entre los mismos valores que puede parecer que se contradicen ¿A cuál hay que darle la prioridad? "Que tu sentido de la moral no te impida hacer el bien", decía un antiguo profesor de mis años universitarios. Aquí entra la prudencia flexibilizando, compaginando. La prudencia es cuidadosa pero no teme. Sabe que puede tomar la decisión errónea, mas también es consciente de que al nacer no se nos dio un manual de instrucciones ni una hoja de ruta para seguirla al detalle. Existe lo imponderable, lo incierto, lo dudoso... Hay que vivir con ello y atreverse a ser libres.

P.D. Apliquemos todo lo dicho a algunas decisiones magisteriales de la Iglesia que no están selladas con la infalibilidad. A veces pareciera que los estamentos eclesiales temiesen que sus fieles juzguen por sí mismos, con prudencia y discreción. Se lo quieren dar todo "mascadito". Grave error. Por cierto, nuestro fino e inteligente Ratzinger ha preparado una recopilación de artículos suyos sobre el tema de la conciencia. Que dispongamos pronto de la edición española.

lunes, 20 de abril de 2009

La vida eterna

En la Enciclopedia virtual de Aciprensa hay una entrada sobre la vida eterna. Comienza así:

“En la hora de la muerte, los que están totalmente limpios de pecado van al cielo para siempre.
Los que mueren en gracia de Dios, pero con alguna mancha de pecado o deuda por los pecados perdonados, antes van al Purgatorio para purificarse totalmente.
Los que mueren en pecado mortal, y por tanto separados de Dios, van al infierno, donde serán castigados eternamente por haber rechazo a Dios”.


Y el broche final:

“¿Qué es el Infierno?
El Infierno es la privación definitiva de Dios y la condenación por el fuego eterno con el sufrimiento de todo mal sin mezcla de bien alguno, porque no hay amor, sino soledad eterna.
¿Quiénes van al Infierno?
Van al infierno los que mueren en pecado mortal, porque rechazaron la gracia de Dios”.


Hay algo pervertido y falso en esta forma de reflexión sobre el más allá. Pero ¿qué?

miércoles, 15 de abril de 2009

¿Creer en Dios, a "estas alturas"?

En esta entrada en la Buhardilla de Jerónimo encontré un aire de la conversación que teníamos sobre el germen desacralizador del cristianismo. ¿Llevado demasiado lejos? ¿O son estos delirios consecuencia de dejar esa dinámica desacralizadora a su arbitrio, es decir, al nuestro, al de los hombres solos, es decir: protestantismo? Después de lo cómico de la foto y las citas, despierta cierta inquietud la falta de apego a la verdad, al mundo real y objetivo, y la elasticidad de las palabras llevadas hasta la nada misma. Parece un proceso que comenzara con el modernismo. Y no falta quien opina que el modernismo es un contagio católico del protestantismo. Lo dejo ahí.

Y ya que estamos enlazando, qué buen texto sobre el eterno tema del mal como refutación de Dios, en la bitácora de Jesús Cotta. Con sencillez y hondura.

martes, 14 de abril de 2009

La jactancia moral y las virtudes de nuestros vicios

Ponderaba Antonio Machado, refiriéndose a su heterónimo Juan de Mairena, la ausencia de jactancia moral como uno de los rasgos que más ennoblecía y dignificaba su carácter. Lástima que no disponga aquí del texto para que el lector lo tenga ante sus ojos.
La anécdota machadiana. Venía a decir Mairena que aún teniéndose por hombre poco o nada inclinado al latrocinio no sería capaz de asegurar con firmeza que, si las circunstancias son óptimas, le suspenda el reloj a su vecino. Uno se para a pensar y no sabe qué desastre hubiera sido su vida, la de uno, si no hubiera estado arropada por innúmeros defectillos e imperfecciones, de esos que a uno le avergüenzan y le hacen verse ridículo ¡Ay, las veces que hemos metido la pata hasta el fondo y querríamos que nos tragara la tierra! No sé si hablar hasta de la bondad de algunos de nuestros vicios o, bueno, quizá no vicios, pero al menos tendencias desordenadas y difíciles de dominar ¿No serán quizá algunas de nuestras faltas pertinaces las que nos defiendan de que nos despeñemos en la cerrazón y atrofia espirituales más invencibles? Es verdad que las Escrituras nos llaman a ser santos como Yahveh es santo, perfectos como el Padre celestial ¿Pero no será acaso sensible a tamañas exigencias sólo el hombre que se sabe herido e impotente en alguna dimensión de su ser?
Hablaba San Pablo, misteriosamente, de un aguijón que llevaba en la carne y que no podía sufrir. A veces pienso si no fue ese aguijón una tentación persistente o un remordimiento o una falta cometida que, paradójicamente, le daba fuerza para evangelizar, para dejarse el pellejo, soportar toda afrenta, abrazar todo dolor... si con ello se avivaba y extendía la llama del evangelio. Creo no equivocarme en la cita: él dijo aquello -¿no?- de que cuando soy débil es cuando soy más fuerte.
Tampoco se trata de caer en el luterano "peca con fuerza y cree con fuerza" (no recuerdo el latinajo). Es verdad que no toda inclinación negativa nos abre a la realidad que somos y nos hace disponibles. Los pecados puramente espirituales nos encierran siempre en el minúsculo y triste recinto de nuestro ego. Nada bueno puede venir del odio, el orgullo, el resentimiento, la envidia... Tal vez sean los pecados o tendencias más vinculados a la carne (en sentido amplio), aunque no sólo esos, los que hienden la muralla que hemos construido en torno a nuestro yo para finalmente reducirla a un montón de escombros ¿No serán el alcohólico, el ludópata, el lujurioso, el vago... los que, al ser tan visible su pecado, a veces de apariencia tan humillante, no serán estos, digo, los que más fácilmente se abren a la fuerza de la gracia? (Caigo ahora en la cuenta de que me refiero a ellos como extraños, en tercera persona ¡Dios, cómo somos!).
Bueno, a fin de cuentas, si nos ponemos a pensar, es claro que esto no es más que una glosa de la parábola del fariseo y el publicano.
Me acuerdo ahora de algo que dice el amigo Beades y que creo muy cierto: al final se nos juzgará -para bien y para mal- por aquello que más se alejaba de la luz de la conciencia, aquello que estaba en nosotros y no lo percibíamos de puro inmediato y transparente que era. El Juicio debe de ser un reparar en lo obvio, un "¿cómo no me di cuenta de esto si era evidente?".

sábado, 11 de abril de 2009

El virus de Dawkins y el futuro del nihilismo

Para mí Richard Dawkins representa el tipo de intelectual que detesto: parcial, sofista, superficial, manipulador. Y lo peor: empeñado en deducir toda una metafísica a partir de los procedimientos metódicos de la ciencia natural. El mejor ejemplo de todo esto son sus documentales, que nos enlazaba hace poco Santiago en su blog. En uno de ellos, el biólogo con vocación de todo (como la Obregón) se empeña en demostrarnos lo malas que son las religiones. Para ello, recorre el mundo, desde Tierra Santa a la América profunda, en busca de toda clase de perturbados con los que “dialogar”. Éstos le dicen cosas propias de perturbados, y el hombre se vuelve a Inglaterra, feliz de haber confirmado sus expectativas sobre la naturaleza irracional y perversa de la religión. Para que se hagan una idea, Sir Dawkins conversa con un judío laico neoyorkino reconvertido en islamista radical, un pastor evangelista que gestiona una “casa del infierno”, o un tipo que afirma que el castigo por adulterio debería ser la ejecución.

Sus simplistas reflexiones sobre el Antiguo Testamento (Yavéh es celoso, mezquino, injusto, genocida…) no estarían mal de haberlas hecho un estudiante de la E.S.O, y su desconocimiento del pensamiento cristiano y de la teología moderna es tan manifiesto que sólo logra hacer aún más evidente el hecho de que su crítica tiene mucho que ver con las tripas y poco con la razón. Afirma que “las raíces irracionales de la religión alimentan la intolerancia al punto del asesinato”. Pero Dawkins no debe haber leído a Buffon, por ejemplo, ni a los otros evolucionistas empeñados en justificar el colonialismo criminal europeo. Ni a Marx, convencido –como Dawkins– de poseer la verdad de la ciencia frente a la peligrosa superstición religiosa, lo que le hacía declarar con orgullo: “abiertamente declaramos que sólo con la violencia podremos alcanzar nuestros objetivos”. O por poner ejemplos más actuales: los darwinistas sociales, la biología racial de los nazis, o el mismísimo James Watson, arguyendo contra la inteligencia de los negros o a favor de practicar el aborto si se descubre que el niño va a “nacer homosexual”. Dawkins no debe haber leído a todos éstos, pues alguien de su inteligencia se hubiera percatado de que las religiones no tienen el monopolio de la intolerancia, y que también las distintas formas de ateísmo (como las distintas formas de cientifismo) han provocado un gran daño a la humanidad. Además, según Dawkins, los niños de colegios religiosos son adoctrinados “en lo que un observador objetivo llamaría moral deformada”. Pero de ser un “observador objetivo” no puede dar él mismo ejemplo, puesto que pocos científicos se atreverían a hablar de “infección por el virus de la religión” o del “estado infantil” en que, a su juicio, permanecen las mentes de quienes no han “tenido éxito” en el proceso de liberación consistente en “matar el virus de la fe”. Si a alguien le interesa seguir por ahí, el artículo sobre El espejismo de Dios en Wikipedia recoge algunas objeciones a la obra de Dawkins, y no tiene sentido darle más vueltas. En todo caso, lo más triste de la cruzada antirreligiosa de este autor es su manifiesta impotencia para comprender y explicar la persistencia de ese hecho humano detestable, sobre el que no aporta más que una permanente mueca de perplejidad en los ojos.

Bien. Encuentro, sin embargo, algo que me interesa e inquieta en esos documentales. La mayoría de dementes entrevistados por Dawkins dejan ver algo que nos debería hacer pensar, más allá de las pretensiones apologéticas de éste: todos ellos están espantados por la deriva nihilista de Occidente. Desde los anti-evolucionistas norteamericanos hasta los yihadistas, todos creen que el pensamiento científico y racional de Occidente despoja al hombre de lo más valioso que poseía: lo priva de sus esperanzas, lo deja desnudo sin patrones de conducta, a la intemperie de la arbitrariedad y el sinsentido. Y tienen razón: “¿quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte?” –gritaba el loco de la Gaya Ciencia. Los pensadores que diagnosticaron el nihilismo (Nietzsche, Heidegger…) profetizaron también su superación (el Übermensch, el “dios” que ha de salvarnos…), pero el tiempo pasa y la hora del amanecer no llega. Seguimos en medio de un impass desesperanzado, sin metas históricas ni soluciones morales. “Excesivo cansancio espiritual y falta de disciplina”: así caracteriza Nietzsche, en un fragmento póstumo, lo que él mismo llama la catástrofe nihilista. Cuando la filosofía y la ciencia mataron a Dios, los “espíritus libres” esperaban alegría y emancipación. Pero conforme pasa el tiempo, más nos parece que la emancipación va unida al miedo y la tristeza. Y mientras seguimos esperando la superación del nihilismo, por todas partes del mundo crecen las hordas de quienes no están dispuestos a dejar sin castigo el crimen metafísico de Occidente.

sábado, 4 de abril de 2009

El débil dios de los cristianos

Recuerdo que la primera vez que oí hablar de Vattimo fue en clase de Corrientes Actuales de Pensamiento que impartía Marín Casanova en la Universidad de Sevilla. Leímos La sociedad transparente y me pareció un libro más entre los muchos escritos en la estela del pensamiento postmoderno: la filosofía ha muerto y ahora toca hablar de democracia, medios de comunicación y nuevas tecnologías. Mmmmm… ¡me aburro! Pero un día supe que el filósofo italiano acababa de publicar un libro en el que, al parecer, se confesaba cristiano. Como todos sabíamos que Vattimo era homosexual practicante, comunista renovado y reconocido nietzscheano-heideggeriano, la cosa tenía su morbo. Rápidamente fui a una librería y me hice con el libro. Se titulaba Creer que se cree. Lo leí de un tirón esa misma tarde. Desde entonces, he leído todo lo que se ha ido publicando en español del pensador italiano.

Cierro el preámbulo anecdótico y voy al grano. Sin entrar ahora a valorar a fondo su filosofía, yo diría que pasarán muchos años hasta que seamos conscientes de la magnitud de la aportación de Vattimo a la autocomprensión del cristianismo contemporáneo. En su opinión, la modernidad y la secularización no son acontecimientos externos al cristianismo, sino la explicitación misma de su esencia en cierto momento de su desarrollo. Esta esencia es la kenosis (ekénosen: vaciarse), el vaciamiento de Dios, su "abajamiento" al mundo, cancelando así todo ámbito de sacralidad (“el velo del templo se rasgó en dos”) ya desde el mismo acto de la Encarnación. El Dios de la caridad, al encarnarse, rompe para siempre el vínculo entre lo sagrado y la violencia, característico de las religiones sacrificiales. Destruye lo sagrado como un ámbito de permanente impostura idolátrica: Dios no habita más en templos hechos por manos humanas. La kenosis exige dejar de comprender a Dios en términos de ese fundamento exterior y radicalmente distinto del mundo, y disponible para el hombre de un modo mágico: un fundamento desde el cual el piadoso contempla, controla y domina la totalidad de lo real, y cuya disponibilidad se alcanza por medio de procedimientos humanos (sacrificios, oraciones, acciones virtuosas o sistemas filosóficos…). El Dios que, en palabras de Nietzsche, “ha muerto” es el Dios de la metafísica y el Dios de las religiones naturales. Esta muerte de Dios ha acontecido por obra del cristianismo.

Pero esto tiene sus consecuencias: si el cristianismo es la historia de su debilitamiento, si es el proceso de su progresivo alejamiento respecto de los rasgos “naturales” de la religión, entonces es también la historia de la pérdida de las certezas sólidas, los dogmas y los patrones morales. La pregunta que quería dejar abierta es, entonces, la siguiente: ¿es posible seguir hablando de “cristianismo” una vez que éste disuelve sus propios dogmas teológicos y referencias morales y queda reducido a la caridad? Y, sobre todo, ¿por qué detener ese proceso “deconstructor” justo a las puertas de la caridad? ¿por qué no prescindir también de ella?

lunes, 30 de marzo de 2009

El Juicio

Luz. Punzante como quebraduras de vidrio. Fuego transparente que calcina los huesos. Luz insomme de ayer, de hoy, de mañana. Luz de siempre.
Luz, sólo luz: el infinito abrazo.
Quemadura de gozo.
Luz que taladra los párpados e incendia las pupilas. Insobornable Luz. Luz que lo es todo.
Ante Ella estás, en Ella estás, Ella te inunda. Luz que ilumina el tiempo desde dentro. Ya no es un discurrir, ya no es el tiempo tediosa dispersión o turbio anhelo. Madura en claridad el tiempo vano. Ahora se entraña y se repliega, ya es sólo eternidad. En su seno recoge las horas desprendidas.
Pasó la noche, abismo mordido de dubitantes estrellas. Pasó la incertidumbre del albor. Mediodía total. En esta hora plena la Luz descarga sobre ti su gravedad invisible. Desnuda, tu vida sin sombra ni escondrijo revela su secreto. Tu vida es tuya al fin: hoy te apropias tu ser en un sólo acto de libertad definitivo. Hoy te ves como eres visto. Hoy te ves en la Luz inaccesible.

martes, 17 de marzo de 2009

In principio erat Verbum

¡Qué difícil se nos hace advertir, aunque sea -no hay otro modo- oscuramente, la absoluta trascendencia de Dios! Quizá un rigor extremado abocaría a una teología apofática. El Misterio fundante no puede ser dicho. Refractario a toda verbalización sólo nos quedaría sumirnos en un silencio abisal. Pero las Escrituras nos revelan que Dios es Palabra, Verbo eterno y creador ¿Acaso la Palabra originaria no puede ser dicha?
La Palabra era en el principio. La Palabra funda, abre el espacio en que se da el sentido. La Palabra que es Origen sostiene, alumbra, llama a la existencia a las cosas, que sólo por Ella son expresión significativa y figura inteligible. Al ser esta Palabra fundamento en presente de la inteligibilidad del mundo, desborda con su poder luminoso lo fundamentado. Esta Palabra, la que es condición de posibilidad de cualquier discurso, no puede ella misma -eso parece- convertirse en un elemento del tejido discursivo. Del mismo modo que el ojo, que abre el campo visual, no puede constituir un objeto de dicho campo, la Palabra que sostiene la articulación del sentido no puede ser dicha. No es Palabra para el decir, sino para la escucha atenta, amorosa, paciente. Es Palabra que transforma, que da el ser y lo renueva sin cesar con su hálito de Vida. Esta Palabra es el lenguaje callado de las cosas. Es Palabra que re-vela, esto es, que despeja y al mismo tiempo oculta. Palabra que nos lleva al silencio orante.
Incapaz nos parecería que esta Palabra pudiera habitar el mundo y la historia; constreñirse en los límites del cosmos ¡Pero en Cristo la Palabra que todo lo conserva y recrea se insertó en la trama del mundo! Entró en la Historia trascendiéndola desde su raíz. Era en el tiempo y fundaba el tiempo desde la Eternidad. El Verbo estaba sometido en la humanidad de Cristo a los poderes de la Historia, a su lógica del sacrificio (Girard), y a la vez era el Señor que domina su curso con mano providente. El mundo es mundo, cosmos, porque se sostiene en el Logos, Cristo, cuyo Espíritu aleteaba sobre las aguas del caos primordial; y aún así, siendo la fuerza fundante del ser, lo encontramos como individuo, Jesús Nazareno, situado en el mundo e inmerso en la historia. Tales paradojas nos ofrece la Encarnación del Verbo de Dios.
Esta Palabra es fuerza que da sentido y saca a los hombres del ensimismamiento. Por Ella y en Ella reconoce el hombre a su prójimo y se siente a su vez reconocido e interpelado por él.
¿Cómo hacer luz en medio de tanta oscuridad? Un primer paso sería procurar no pensar objetualmente, pues Dios no es objeto sino aquello que hace que haya objetos. Me gusta la frase paradójica que arranca de Zubiri: No deberíamos decir que hay Dios, pues parece que el "hay" abre un espacio donde se insertan en plano de igualdad ontológica los entes finitos y el ente infinito (cabría una simple ordenación o jerarquización dentro de un marco común, siendo Dios un fragmento en la suma del todo, aunque lo tuviéramos por el más excelente), y Dios trasciende tal plano. Dios estaría mas allá del "haber", Él "hace que haya", pero está allende y aquende el "haber" (alguno dirá que esto es vaniloquio y torpe verborrea)
¿Que entiendo -se preguntará el lector- por pensamiento objetual? Veamos si consigo explicarme. Si objeto (ob-iectum) viene a significar etimológicamente algo así como ser arrojado fuera, sacado al exterior, ex-puesto, entonces lo objetual se definiría como patencia y mostración, siempre referidas a la conciencia y sometidas al poder analítico del sujeto (el cogito cartesiano). Esto se ve muy bien en el decurso de la modernidad filosófica, que deriva en un sujeto-objetualismo, como diría Leonardo Polo. El ser reducido a patencia, a dato referido a un sujeto neutro, trascendental (Kant o Husserl) o bien resuelto en simple hecho controlado experimentalmente (los positivismos). En ambos casos la densidad, consistencia y "peso ontológico" de los entes se difumina y desaparece de nuestro horizonte intelectual.
La modernidad está construida sobre este olvido. En todos los campos. Ciencia: el ente físico se disuelve en la abstracción matemática. Arte: la obra se disuelve en la explanación de sus elementos técnico-constructivos; nada dice porque sólo remite a sí misma en una recurrencia narcisista. Política: Atomismo social, el ciudadano como sujeto, desustanciado y huero, de derechos.
Todo ello ha supuesto un avance, un progreso. Ello es innegable. Pero es difícil sortear el peligro de un reduccionismo harto peligroso. Todo es transparente y diáfano, presencia disponible, construcción sometida a reglas... Esto nos lleva al tedio infinito del "mundo administrado". Todo es funcional, sustituible y técnicamente dominable. Todo "valor de uso" se desvanece y sólo quedan "valores de cambio". Es la "fungibilidad" -permítaseme el neologismo- universal. No olvidemos, por cierto, que sobre algo tan especulativo, etéreo y vaporoso como el dinero fundado en dinero se basa nuestro orden económico. Todo es fantasmagoría, delirio de representación de una representación en una secuencia indefinida si no infinita. A veces recuerdo -con C.S.Lewis- que las tres grandes religiones monoteístas prohiben el préstamo con interés (justamente la raíz de nuestro sistema socio-económico).
Yo quería hablar de Dios y he terminado con el ídolo Mammon. Mi pretensión era pensar la inobjetualidad de Dios, que es lo que muchos que se dicen ateos confunden con su inexistencia, pues como sólo conocen un pensar reificante han establecido inconscientemente la ecuación objetualidad = existencia. Pero -amigos- en este momento el asunto me desborda. Ya habrá ocasión de retomar esta senda.

sábado, 14 de marzo de 2009

¿Qué unidad?

Escuchaba ayer en un programa religioso de radio a un par de representantes de los Focolares. Pasada la media hora de entrevista (el entrevistador era Don Carlos Muñiz S.J.), no logré hacerme una idea aproximada de cuál es el carima concreto de las comunidades que fundó Chiara Lubic. Hablaban de que allí donde iban querían fomentar el don "de la unidad" y citaban las palabras de Cristo en la Última Cena. La unidad por aquí, la unidad por allá, hasta que descubrí que no se referían a la unidad de las distintas denominaciones cristianas, sino de la Humanidad en general (así, con mayúsculas lo escuché yo). En un momento dado, la focolar dijo lo siguiente: "...el mensaje de Cristo, que es la fraternidad universal". Y me sonó a ilustrado, decimonónico, masón. Así, sin explicar más, sin ninguna idea con más carne, con más jugo, con más precisión, sonaba a tontismo buenista (a lo Obama, a lo Zapatero), a We are the world. Y me resisto a creer que no tengan más contenido, que su predicación sea tan intercambiable. Se les olvidaba la segunda parte: "que todos sean uno, como Tú y yo somos uno". De ese modo, no de otro. ¿Y cuál es ese modo? Ahí están los evangelios abiertos, la Tradición viva, continuamente diciéndolo, en claridad y misterio. El hombre nuevo será aquel que se abra al don de Dios, que se deje transformar en la imagen de la que el sermón del monte es un esbozo, y Cristo es el Rostro. Un amor que desciende a lo más profundo de lo más profundo, haciéndose cada vez más y más pequeño (kenosis), vaciándose, para pasar por un puerta angosta, cruciforme, al otro lado de la cual le espera el gozo, el banquete –unidad–, lo que ni ojo vio ni oido oyó. Y este gozo es la vida íntima de Dios, a la que somos llamados, y a la que sólo podremos ir libremente. When the fire and the rose are one.

lunes, 9 de marzo de 2009

Sobre Erasmo

No he frecuentado la lectura de Erasmo. Hace años, cuando hojeé y leí algunos fragmentos del Elogio de la Locura, no logró engancharme y ahí quedó durmiendo el sueño de los justos. Ya le llegará su momento. Sí me interesó, no obstante, ese cuidado breviario espiritual que es el Enchiridion. Aún así, también la lectura quedó truncada. Con el tráfago de libros que me traigo entre Sevilla y Ávila y -aquí entono el mea culpa- con mi vicio de la lectura dispersa, a salto de mata, y por eso siempre inconclusa, también dejé el dulce Enchiridion a medio leer. Cargado de razón estaba nuestro JRJ: "para leer mucho, comprar poco". No obstante, me atrevo a emitir algún juicio sobre quien se ha convertido en prototipo de humanista. No son sino algunas impresiones sueltas e inconexas. En concreto, me parece interesante discutir el cristianismo de Erasmo, su vividura de la fe, su contemplación de Cristo.
Primera advertencia. Afirma Merton -y es verdad- que parece haber aún hoy cristianos enojados porque, a fin de cuentas, permaneciera Erasmo cristiano ortodoxo, fiel a Roma, y no fuesen más allá sus afanes reformistas. No sé, parece que a algunos su presencia les incomoda y lo preferirían convertido en hereje de tomo y lomo. Tampoco aquellos que se autotitulan ampulosamente librepensadores (siempre tan prejuiciosos, siempre siervos de los ídolos de su tiempo) saben muy bien cómo habérselas con Erasmo: espíritu tolerante, crítico mordaz del clero y la superstición, paladín de la paz... (hasta aquí todo bien) pero -¡ay amigos!- que esa paz viene a ser la concordia fundada en Cristo y su Evangelio, que en esas diatribas late un anhelo de pureza espiritual y rectitud de conciencia arraigado en la fe, que resulta que nuestro héroe del progreso no deja de ser un "apestado" más por la ponzoña cristiana.
Es verdad que estos humanistas solían ser tan vanidosos como cobardes, y les costaba mucho el compromiso claro y definitivo (aunque está el contraejemplo de Tomás Moro). Pero reconozcámoslo, Lutero no consiguió arrastrar a Erasmo a su aventura y creo que algunos de sus defectos actuaron en tal momento como firmes virtudes que le impidieron dar el salto: su racionalismo moralizante y una disposición anímica e intelectual poco inclinada al fervor místico obraron como anticuerpos frente a la Protesta.
No obstante, uno lee a Lutero y encuentra en sus escritos la fuerza, el empeño, el brío de quien ha sentido sus entrañas sacudidas por la Palabra del Evangelio. Notamos el fuego de un corazón que ha descubierto su salvación en Cristo, que sabe de sus miserias y ha sido prendido por el exceso inefable de la Cruz: Dios se entrega por completo a los hombres, se hace don gratuito y libérrimo que sólo exige manos para recibir. Y ante Lutero Erasmo empalidece. Su cristianismo toma la apariencia de algo fofo, desustanciado, asimilado y casi sometido a la ética de los antiguos. Bellas formas armoniosas pero vacías. Elegancia y erudición, ingenio y sutileza, pero... ¿Y el poder de Cristo que interpela?
Es difícil juzgar a Erasmo, más aún cuando se recuerda el efecto benéfico que tuvo sobre la espiritualidad española de la primera mitad del XVI. Erasmo era en estas tierras emblema de un cristianismo libre de la mugre casticista, hondo, puro, radicalmente evangélico. Todo esto a pesar del "non placet Hispania" con que zanjó la oferta de una cátedra en Alcalá. Si a Erasmo no le gustaba España, los españoles sí que saboreaban con fruición la prosa del humanista. Pienso en Carranza, en los Valdés... Me gustaría conocer si hubo alguna influencia sobre fray Luis y otros doctores salmantinos como Cantalapiedra, dato que desconozco. Verdad es que ellos bebían de otras fuentes y su humanismo tenía otros matices. Era la mejor España en un tiempo en que parece ser que la cristianía se ponderaba por los torreznos y morcillas que uno podía comer sin escrúpulos y quebraduras del ánimo.
Resulta paradójico que a Erasmo no le gustara España porque, según decía, aquí abundaban los judíos (seguramente rompió con Vives tras descubrir sus orígenes hebreos) y, sin embargo, en España el escritor supusiera un cauce libre, un espacio abierto, para los "cristianos nuevos" que habían de sufrir las asechanzas de la Inquisición y del populacho hacia los judeoconversos. Eso te vuelve a reconciliar con Erasmo.
Dejo aquí, inconclusas, estas consideraciones, porque uno se daría al parloteo sin medida.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Divagaciones errabundas sobre el alma

¿No es el alma acaso la plenitud del cuerpo? El cuerpo, en la medida en que no es afectado por causas externas, sino que obra desde sí y por sí, expresa el poder de su esencia. Alma es acto, perfección, energía. El alma conforma el cuerpo, lo hace suyo no como instrumento, sino como plasmación objetiva y realización de sí. Es en el dolor, en la enfermedad, en el agotamiento y la dispersión donde el cuerpo parece imponerse como fuerza extraña e indócil. Pero es justamente entonces cuando el cuerpo ha perdido algo de su identidad y consistencia propias, pues estas dimanan del poder integrador del alma.
El alma no sería una sustancia. La sustancia es el hombre. Alma es el acto en virtud del cual el cuerpo existe como totalidad orgánica. Es, entonces, el alma el ser del cuerpo. El alma sería inmaterial, incorpórea, en el mismo sentido en que decimos de las entidades físicas que nos salen al paso que su ser (existencia) no es la materia misma que las constituye sino el acto intensivo, perfecto, trascendental, que les comunica su realidad. Por ello el alma trasciende las categorizaciones objetivantes del entendimiento ¿Cómo clarificar la distinción? El alma "no es", no se presenta como objeto intramundano que podamos encuadrar bajo determinada categoría, el alma "hace ser", trasciende el ámbito de lo determinable como objeto-sustancia para situarse en un plano distinto.
El alma no es una entidad ligada y conectada al cuerpo no se sabe por medio de qué misteriosa unión (es el problema tradicional de todo dualismo, que entifica el alma y hace de ella una realidad yuxtapuesta al cuerpo), no es entidad objetivable el alma -decía- sino que es la actualidad constitutiva del ser corpóreo, no algo ahí a la mano, no algo ahí a la vista (para expresarnos como Heidegger). El alma está ligada al ser en el sentido tomista (muchísimo más rico que cuanto se ha pensado desde las crisis nominalista hasta nuestros días). El alma es presencia in-objetiva, pero sólo un pensamiento reducido al cálculo reificante puede sentar que lo real se agote simplemente en lo categorial-objetivo, en lo óntico (para volver a la terminología heideggeriana).
El alma no es entidad cósica, objeto singular, por la sencilla razón de que intelige y comprende. Aquello que entiende lo que las cosas son, no puede ser una cosa más en el entramado del mundo. El principio que entiende capta las entidades porque él mismo de por sí no posee una determinación entitativa, sino que originaria y constituitivamente es apertura a todo cuanto pueda ser. Esta apertura se funda en la inobjetividad del alma, que no es esto o aquello, que como dice Aristóteles, "es, en cierta manera, todas las cosas".

P.D. ¡Uffff! ¡Qué pesadez! dirá el lector. Me he expresado como he podido y con la terminología que he podido; quizá un poco a la buena de Dios, para intentar dar forma a una intuición, a un pensamiento difícilmente verbalizable que me persigue. Esto es un bosquejo. Tal vez un monstruo, un galimatías lógico y lingüístico. Pero bueno, aquí lo dejo. Pido benevolencia a quien lo lea.

domingo, 1 de marzo de 2009

La Cuaresma, llamada al origen

Hermoso texto de Suso Ares, que nos remonta al fuego primordial.

jueves, 26 de febrero de 2009

Reino y Comunión

Observaba agudamente Olegario González de Cardedal que eran precisas amplias miras, paciencia y sentido histórico, para superar y colocar en sus justos términos las tensiones entre bandos eclesiales tras el último concilio. Que no nos ciegue la inmediatez de los hechos. Venía a decir Olegario que la asimilación de un Concilio es un proceso de largo recorrido, requiere una lenta maduración que puede sobrepasar el siglo.
Yo apenas conozco nada de Historia de la Iglesia, cuatro lugares comunes, pero siempre me ha sorprendido la hondura de la crisis arriana y lo difícil que era la situación para la cristiandad ortodoxa. Parecía tenerlo todo a favor Arrio: su teología era más fácilmente asimilable al neoplatonismo, su énfasis en la unicidad absoluta e irrestricta de Dios (anulando así la unidad viva del Dios trino) podía emplearse políticamente como una apología del poder soberano del Emperador, obispos y ministros de la Iglesia se adherían al arrianismo y su número se multiplicaba velozmente... Si la Iglesia pudo superar tales divisiones, no nos rasguemos las vestiduras ante la situación que hoy vivimos.
El dominico Timothy Radcliffe, que comparte la actitud serena de Olegario, procura dilucidar la embrollada situación eclesial en que nos encontramos los católicos de los últimos cincuenta años distinguiendo dos tendencias fundamentales en el seno de la Iglesia: los cristianos del Reino y los cristianos de la Comunión. A cada corriente le correspondería un teólogo de cabecera y una revista. Mientras que los del Reino tendrían como referencia teológica a Rahner y como publicación Concilium, la otra corriente se inspiraría en Balthasar y se daría a conocer a través de la revista Communio. He de confesar que yo no he leído jamás un número de ninguna de esas publicaciones. Algo si puedo conocer de los teólogos sacados a la palestra: por ambos siento la misma admiración, el mismo respeto. No lo dudemos, son los dos grandes de la teología católica del pasado siglo.
Pero vayamos al núcleo del asunto. Los cristianos del Reino -dice Radcliffe- sitúan en el centro del cristianismo la Encarnación: Dios asume nuestra humana naturaleza y penetra así en la Historia de los hombres. El Reino de los Cielos ha llegado, está entre nosotros en Cristo. Toda obra humana ha quedado en suspenso y se ha dejado finalmente colmar por la energía divina. La Iglesia ha de potenciar al máximo el impulso de autotrascendimiento que le es propio. No debe deambular por el mundo con su monólogo solipsista, ha de abrirse y dejarse inundar por la marea de una humanidad sufriente, que padece bajo el yugo de injusticias y formas de opresión a menudo avaladas por la misma Iglesia, la que debía ser signo de la misericordia de Dios y la fraternidad entre los hombres. Abracemos el mundo secular para transformarlo desde dentro con la fuerza del evangelio. Apertura al siglo, horizontalidad, profetismo y denuncia social, crítica de las estructuras eclesiales anquilosadas y confianza en la libertad del Reino.
Los cristianos de la Comunión, sin embargo, verán en los primeros una hermenéutica rupturista del Concilio. Se habla de "aventurerismo teológico", de secularismo y difuminación de la especificidad cristiana. Hay que volver a las fuentes de la tradición bimilenaria de la Iglesia, reconocer que si Concilio fue el Vaticano II también lo fue Trento (Julián Marías). Salvemos ante todo la continuidad de la Iglesia. Que la atención a los signos de los tiempos no sirva de excusa para acomodarse a este mundo y dejar de ser escándalo para el hombre carnal. El signo por excelencia es la Cruz, la paradoja de la Cruz y la fuerza que de ella nace.
En fin, en estas cosas siempre se corre el peligro de caer en la caricatura, y mucho de caricatura tiene la simplona descripción que hemos hecho. Yo en este punto me acojo a una reflexión de Samuel Johnson anotada por Boswell. Cuando al doctor Johnson -odiaba que se le llamara doctor- se le pregunta acerca de las diferencias entre tories y whigs, responde que un tory y un whig sensatos siempre se hallarán en lugar semejante, más próximos y hermanados entre sí que lo que pueda estarlo cada uno con los extremos de su respectiva facción. Traslademos esto al ámbito eclesial, aunque se nos tache de eclécticos o tibios. Los extremos dejémoslos aparte por hoy. Algo podría decir de ellos pero me muerdo la lengua. Ya hablé en su momento del espíritu de partido que penetra en la Iglesia ideologizando, fanatizando, anatemizando... Soy de natural reposado y me cuesta la crítica acerba. Bueno, ya veremos hacia donde me conducen finalmente estas reflexiones.

lunes, 23 de febrero de 2009

Razón e Inquisición (anotaciones sobre la fe ciega)

Analizar con detenimiento la historia de la Iglesia lleva fácilmente a la conclusión de que el camino hacia Cristo no es un camino hacia el bien, sino hacia el mal. Las disputas, odios, guerras, condenas, apenas dejan ver al Dios de los lirios del campo, del Sermón de la Montaña y del hijo pródigo. Darse cuenta de esto es crucial para entender todo lo demás: elegir el camino de la cruz significa adentrarse en un desierto plagado de demonios, en donde nos esperan las tentaciones más sutiles, los pecados más perversos: justo aquéllos contra los que apenas advierte ningún catecismo.

El argumento de muchos cristianos es que esos males se hicieron “en nombre del” cristianismo, pero por gentes que no habían entendido el mensaje de Cristo. En realidad, ésta es la misma maniobra de evasión de ciertos ateos: si se les señala que un régimen ateo como el soviético torturó y mató a millones de personas, responden que no lo hizo en nombre del ateísmo (por ejemplo, aquí). La realidad es la contraria: aunque evidentemente ningún ateo pudo matar a nadie en nombre de un "No-Dios", sí lo hizo -y a menudo- siguiendo una lógica inherente a la visión no trascendente del hombre. Lo cierto es que, por encima de uno y otro caso, hay algo perverso en toda voluntad de sistema, un impulso que sólo puede ser satisfecho al modo de la dominación o la aniquilación. Y ello es así porque, como decían Horkheimer y Adorno, el sistema es, en sí mismo, lo falso: la realidad es despliegue, la verdad es movimiento, y querer disponer de una sujeción para la totalidad de lo real es, propiamente, “idolatría”, sumisión a una estructura humana de ideas que pretende autovenerarse como espejo de la verdad. El cristianismo sólo se salva de esta maldición si renuncia a concebirse a sí mismo como sistema, o dicho de un modo más provocativo: si renuncia a concebirse a sí mismo como religión. Pero eso implica una gran renuncia a la que no siempre estamos dispuestos los cristianos: renunciar a las certezas, a los ritos mágicos, al reconfortante cobijo de la ley, al aspecto “natural” de lo religioso. Es el mismo cobijo que buscaban las masas fanatizadas por el totalitarismo ateo: "al menos disponemos -se decían- de la verdad sobre la historia y sobre el hombre". ¡Ah, qué reconfortante es la ecuación que desvela hasta los últimos enigmas del ser! Y es esa visión sistémica del cristianismo la que llevó al Cardenal Bellarmino a sostener, durante el juicio a Galileo, que “afirmar que la tierra gira en torno al sol es tan erróneo como afirmar que Jesús no nació de una Virgen”. Sí, así de cruel es la voluntad de sistema: nos otorga un mundo quieto en el que sentirnos seguros, un plan de vida con el que ser piadosos, unas normas con las que ser morales, pero todo ello a costa de taponar cualquier resquicio de acceso a lo real. Todo sistema refleja una minoría de edad de la razón. Y, contra lo que consiguen ver muchos cristianos, es justamente ésa la renuncia que pide Cristo cuando habla de los lirios del campo. Renuncia, pues, en nombre del abandono a la pura contingencia de un devenir del que no podemos disponer nosotros. En nombre de la aceptación gozosa y lúdica de la vida experimentada como “don”.

Gómez Dávila decía que la Inquisición tenía la ventaja sobre las contemporáneas formas de exterminio (de Auschwitz a Siberia) el que, al menos, su objetivo era la salvación del hombre, y no su aniquilación. Aunque la apreciación es inteligente, yo pienso que es más bien al revés, y que esa falsa concepción de lo que es “salvar al hombre” la vuelve especialmente perversa, doblemente maligna. Ganar la vida eterna del hombre a costa de su vida terrenal es quizá la expresión más aniquiladora de un cristianismo convertido en (enésimo) sistema de pensamiento. Por lo demás, muchos de los males que los ilustrados atribuyeron al cristianismo se repitieron con igual o mayor intensidad al abrigo del pensamiento racional. Mi amigo teólogo Jaime, al que ya he citado en otras ocasiones, me hizo ver que la Inquisición llevó a cabo una depuración de ancestrales formas de pensamiento mágico que permanecían profundamente arraigadas en el hombre europeo. Si nos horroriza su fanatismo, es porque queremos ocultar que a ella debemos la derrota de sus aún más temibles adversarios: el maniqueísmo satanizaba el cuerpo y el mundo, el animismo y el fetichismo entretenían a la razón y la apartaban de la contemplación serena de un mundo regido por leyes, las heterodoxias milenaristas hubieran hecho vano el trabajo histórico y postrado al hombre a la espera de un inminente final. ¿Qué habría sido de una Europa arrastrada por esas formas de pensamiento? Podemos rajarnos las vestiduras o negarnos a reconocerlo para mantener nuestra propia imagen de racionalistas inmaculados, pero lo cierto es que el racionalismo europeo es, en no poca medida, una locomotora que corrió por los raíles de la Inquisición.

Por eso es vano tratar de medir la intensidad de una fe ciega en función de su cercanía con respecto a la religión: ¿por qué tanto estremecimiento ante las atrocidades de una institución responsable de la muerte de varios miles de personas a lo largo de cinco siglos cuando, en los tiempos en que mi abuela era una veinteañera, la misma Razón ilustrada y totalizadora que pensó librarnos de la fe ciega torturaba liberales, incineraba judíos y modelaba el mundo entero siguiendo el plan de una obra de arte total? La violencia contra la alteridad no es un rasgo del pensamiento religioso, sino del pensamiento mismo, en tanto todo pensamiento es, en cierto estado de desarrollo, pre-crítico y sometido a la lógica de la supervivencia y la cohesión. Como mostró Durkheim hace ya tantos años, la religión ha sido el núcleo de cohesión social más importante de la historia. Antes de verse sustituida por la solidaridad económica basada en una división compleja del trabajo, ponerla en cuestión era tan peligroso como para nosotros ver caer las Torres Gemelas, y sus oponentes eran tan temibles como para nosotros los terroristas, los psicópatas y los violadores. No es la religión la que produce la violencia, sino el temor a dejar de disponer de la propia vida, al resquebrajamiento del orden social que nos mantiene vivos, a la eclosión del caos, la arbitrariedad y la incertidumbre. Por eso, la única teología de la liberación que necesitamos es la que nos libra de la idolatría de las ideas, no la que nos arroja a los pies de una nueva.

jueves, 19 de febrero de 2009

Sobre la Virgen María


Después de tanto tiempo sin visitar el blog, vuelvo con un asunto del que hasta hace cierto tiempo me hubiera dado un enorme reparo hablar (diría más bien vergüenza): la Virgen Santísima, María, la pobre doncella de Nazaret que con su "hágase" posibilitó la encarnación del Verbo de Dios.
A mí me ha costado acercarme a María. Era para mi incipiente cristianismo una carga que soportar, un obstáculo que no sabía cómo vencer. Podía acercarme en la oración a Jesús. Mi corazón amaba o creía amar a Jesús. Al menos existía la diminuta semilla de una fe que sólo Dios sabe en qué acabará. En Él, en Jesucristo, habita corporalmente la plenitud de la divinidad, es el Mesías esperado, el alma vivificante del Reino, el que viene de Dios destinado a la redención y liberación del hombre. Hubo un momento en mi vida en que parecieron disiparse todas las dudas y dificultades. Parece mentira ¡los caminos tan inesperados que le llevan a uno a la fe! Me abría de repente a una verdad gozosa y tremenda: Jesús, el Hijo bienamado, en el que podemos confiar, al que podemos entregarnos desde la alegre exultación o el oscuro sufrimiento. Perdonad que acumule adjetivos, que yuxtaponga frases, pero es que cuando se escribe el nombre de Jesús uno se siente como compelido y obligado desde dentro a glosar y glosar su infinita riqueza.
Pero resultaba imposible dirigirse a María. Había una resistencia terca, obstinada. Mi asentimiento a las verdades dogmáticas era vacío e irreal ¿Por qué la Iglesia me exige "además" esto? Tales creo que eran mis pensamientos.
Quizá uno descubra a María en el proceso de maduración de la fe. No sé si las palabras que utilizaré son acertadas, pero digamos que uno encuentra en la Virgen la garantía de las promesas del Salvador. Ella es el modelo de la fe perfecta. La plenitud de la acción santificante del Espíritu, que eleva a la criatura a una íntima participación en la Gloria del Altísimo. Ella es el horizonte al que ha de tender nuestro ser; ella ha alcanzado lo que sustenta y nutre nuestra esperanza: ser en Dios, por Dios y hacia Dios.
Recuerdo haber visto en un libro de teología trinitaria la fotografía de un relieve que, visto así de pronto, podía resultar escandaloso no ya para un protestante, sino para el más fiel católico. El relieve representaba a la Trinidad Santísima y, creo recordar que en su centro, aparecía la figura de la Madre de Dios. Al momento te sacude la perplejidad: esto sí que es idolatría, aquí se resumen todas las obscenas hipérboles del catolicismo romano. Pero no, detengámonos y meditemos. El tal relieve es espléndido, es figuración de la plenitud escatológica. Esa mujer acogida en el seno de la Trinidad puedo ser yo y espero ser yo. En María se cumple lo que pedimos incesantemente en la oración, contemplamos lo que se nos anticipa en los sacramentos. María, Inmaculada y Asumpta a los Cielos, es la Humanidad redimida que goza en un éxtasis inefable la vida intradivina, la Gloria de la Trinidad. Somos (en María lo descubrimos) vida en la Vida, vida que crece sin desmayo y progresa sin pausa en la Alegría, en la Felicidad siempre renovada de Quien fue, es y será.

P.D. He tenido que vencer ciertas reticencias para publicar este texto: ¿será demasiado personal? ¿habré caído en la ridiculez y extravíos de ciertos predicadores marianos? ¿me habré despeñado hacia (permitidme el neologismo)lo pío-beato-sentimentaloide? Espero que no sea así.

domingo, 8 de febrero de 2009

Materialismo, ciencia, Dios

Un argumento ad hominem contra la existencia de Dios muy querido por los ateos es la idea de que la fe ha entorpecido, con su oscurantismo, la marcha de la ciencia. Cosa falsa como sabe cualquier estudioso de la historia de las ciencias: Kepler, por poner un ejemplo conocido, pensó que el Sol debía estar en el centro del universo porque el Sol era la imagen de Cristo. Por lo demás, la creencia en que el mundo está sometido a ciertas leyes (primer paso necesario para la construcción de una visión científica de la realidad) procede de la cosmovisión monoteísta, que hace de Dios un ordenador racional del mundo.

Pero esto es bien sabido. Lo que no se dice tanto es cuánto ha dificultado el ateísmo materialista esa misma marcha de la ciencia. Por ejemplo, el absurdo prejuicio –genuinamente materialista– de no reconocer ninguna consistencia ontológica a realidades que no sean las puramente “materiales” (entendiendo por “materia” lo que cada secta materialista ha considerado tal en cada época) ha impedido durante años comprender multitud de fenómenos. Fiel a su propio dogma, la fe materialista dificulta aún hoy en día la labor de la ciencia al tratar de imponer a priori una determinación de aquello en que debe consistir toda la realidad, creyéndose capacitada para negar a los científicos la facultad de hablar de realidades (especialmente en el ámbito de la astrofísica) que parezcan contradecir su venerado concepto de materia.

Pero ahora querría ir un poco más allá. Entre algunos "no creyentes" se detecta con frecuencia este dualismo: todo lo que está tocado por la materia y todo aquello de lo que puede dar cuenta el conocimiento del hombre se vuelve, por decirlo así, “indigno” de Dios. En la formación de la materia intervienen tales o cuales fuerzas físicas, luego Dios no existe; los sentimientos humanos tienen tal o cual correlato químico en el cerebro, luego Dios no existe. Todo aquello que puede ser explicado según cierto modelo causal queda ipso facto fuera del alcance de lo sobrenatural. Es curioso cómo cambian los tiempos: para Galileo, que el Universo estuviera escrito en lenguaje matemático era señal de la omnipotencia y sabiduría divinas. Hoy, en la mente de muchos, esa misma premisa descarta la hipótesis divina: Deus obscuritas est. También entre los cristianos abunda este peligroso dualismo, que a unos hace adorar al Espíritu a costa del Mundo, y a otros a adorar al Mundo a costa del Espíritu. “Creo en Dios (…), Creador del cielo y de la tierra”, decimos en el Credo, y sin embargo nos comportamos como si Dios tuviera que ser el Refutador permanente del cielo y de la tierra: como si tuviera que desmentir, a base de milagros, visiones, enigmas e incertidumbres, lo que Él mismo ha creado e iluminado. Como si explicar la naturaleza de un modo natural supusiese romper el hechizo. En el fondo, en ese ateísmo cientificista dormita el mismo resentimiento que Nietzsche detectó en los cristianos: la materia es demasiado innoble para Dios.

lunes, 2 de febrero de 2009

¡Tate, tate, apologetas!

Hay, entre una multitud de discursos recriminatorios por ambos bandos, un pasaje del libro de Job -esa cima de todas las literaturas- en que el desdichado, que reclama el abrigo del Sheol y ansía ser sombra en los infiernos, acusa a sus vanos consoladores por su modo de defender la Majestad de Dios. Son muchas las respuestas airadas de Job, al que no sé por qué llaman paciente, pero aquellas de las que hablaré me han impresionado. Las palabras piadosas que caen de labios de sus amigos son hiel, sal derramada sobre las llagas purulentas. Su consuelo es un escándalo que clama a los cielos. Cada apotegma, una nueva brecha, una herida más en el cuerpo fatigado de Job. Ellos, que representan la sabiduría tradicional de Israel, son ciegos e ignorantes. Sólo se sabe Quién es Dios desde el Abismo ("¡Yo tomo mi carne en mis dientes y coloco mi vida en la palma de mis manos", dice Job). En la desdicha habla el hombre entero, todo él grita, su corazón es ancho como el mundo ¡Qué maravilla ese sano "materialismo" -entiéndaseme- del hombre bíblico! Es mi carne la que sufre, carnalidad es mi existencia. Sólo en la desgracia puede el hombre acercarse -no más que acercarse- a la certeza de que su fe no es una construcción psicológica, no es un castillo de naipes arrasado por la ventolera del dolor. Sólo entonces experimentará la Inmensidad de Dios.

¿Por qué esa exigencia intolerable, le reprochará innumerables veces Job a Dios, a su Dios, pues como suyo lo nombra? Pero en la palabra de Job no hay engaño, puede alzarse en su dolor y pleitear con el Eterno: "Aunque Él me matara, no me dolería, con tal de defender ante Él mi conducta. Y esto me servirá de salvación, pues el impío no se atrevería a comparecer en su presencia" ¡Oh tristes apologetas, que creyendo servir a Dios endurecen su corazón y acrecientan el sufrimiento añadiendo dolor al dolor! ¡Qué frases tan espantosas se escuchan a veces!: "Es la voluntad de Dios", "angelitos al cielo" (se decía en tiempos ante la muerte de los niños). Hay que volver y recordar el libro de la Sabiduría (así cerramos la boca a "los predicadores de la muerte" de que hablara Nietzsche): "Que Dios no hizo la muerte; ni se goza en la pérdida de los vivientes. Pues Él creó todas las cosas para la existencia e hizo saludables a todas sus criaturas, saludable es todo lo que engendra el cosmos, y no hay en ello veneno mortal, ni el reino del hades impera sobre la tierra. Porque la justicia no está sometida a la muerte".

Dios rechaza a los mentirosos y su Espíritu se retira de quien no se compadece de su hermano (aunque todo ello se vista de exquisita piedad). Esto dice Job a quienes dicen defender a Dios y sólo saben apedrear al mísero con sus palabras: "¿Queréis, para justificar a Dios, usar de falsedad, defenderle con mentiras? ¿Queréis mostraros como parciales suyos, ser los abogados de su causa? Sería bueno que Él os sondease ¿Queréis poder engañarle como se engaña a un hombre? Él ciertamente os reprendería con severidad, si secretamente pretendéis aparecer como parciales suyos. Su majestad ¿no os aterrará, no os llenará de espanto? Vuestros apotegmas son verdades de polvo, vuestras réplicas son respuestas de barro" ¡Ay, pobre Job, tú no necesitaste de un Marx ni de un Nietzsche, de ningún maestro de la sospecha, para saber de la porquería que puede esconder un edificante discurso religioso! Cuando se habla de Dios, cuando uno pone su Nombre Santo en sus labios ¡qué riesgo se corre! ¡con qué facilidad eludimos su presencia, cómo lo instrumentalizamos y -so capa de defenderlo- nos colocamos nosotros por delante y cerramos el paso a su Palabra! Aquí, que hablamos de teología, no deberíamos nunca olvidar esto.

miércoles, 28 de enero de 2009

La opacidad del mundo

¿No hace nuestro actual modelo de vida muy dificil el encontrar aquellos lugares en que se revela lo fundamental y originario? Estos lugares privilegiados podrían ser, por enumerar algunos: la soledad y el silencio, la duración, la consistencia e impositividad de las cosas, el encuentro con el otro que es promesa de plenitud, etc. Estas realidades pueden ser tenidas como misterios o -mejor el término latino por las resonancias que trae- sacramentos. Sí, son como una grieta luminosa en la opacidad compacta del mundo.
Pensemos en el hombre de otras épocas. Para él el silencio no era un simple paréntesis -muy a menudo oneroso- en el tráfago y el vano parloteo de lo ordinario. El silencio era el fondo desde el que se vivía. La palabra nacía de ese silencio y revelaba lo que el corazón maduraba. Fijémonos en nuestro mundo: uno no puede tomar un café en un local, arrullado simplemente por el murmullo de las voces vecinas y el tintineo de las cucharillas. Tendrás que soportar la televisión (que seguramente nadie ve) y la música radiada (que seguramente nadie escucha). Llegas a casa y es casi un automatismo poner la tele, conectar la radio... Te levantas por la mañana y se repite lo mismo. Así quedamos como abotargados o excitados, con un runrún que nos persigue incesante.
El tiempo. Casi que no tenemos experiencia de la distensión inevitable en que el tiempo se abre. Vivimos en la era de lo instantáneo. No se preocupe -podría decirse- porque todo es "ahora". Dispone usted de cuanto quiera aquí, en este momento. El tiempo no se percibe y vive como un madurar, como crecimiento continuo que emerge desde el fondo inviolado e inviolable del ser. No hay espera. El tiempo no es duración que se acrisola, progresiva expansión y acendramiento. El tiempo es simple yuxtaposición, secuencia entrecortada de instantes huecos. No es un tiempo vivo, duración real (recordemos a Bergson o Machado; más aún, remontémonos hasta el San Agustín del final de "Las Confesiones"). Es un tiempo vacío, un puro pasar que nada revela.
Temo ser tachado de "tecnófobo". A fin de cuentas nada es más instantáneo que internet y de ello me sirvo. No hablo desde esa perspectiva extrema. Sólo que creo que aquellos que hemos nacido, por ejemplo, después de la televisión no podremos acceder ya a una experiencia del mundo que sí tuvieron todavía nuestros abuelos y que para nosotros está definitivamente vedada.
Ya veré si en lo futuro sigo por la senda abierta por estas reflexiones, no sé si demasiado ingenuas o superficiales.

jueves, 22 de enero de 2009

Todas las plegarias blasfeman

De espantoso sonido (supongo que por la traducción, pero no lo sé), esta plegaria del peregrino de la novela juvenil de Lewis ("El regreso del peregrino"), tiene mucha miga:

“Sólo aquel ante quien me inclino sabe ante quién me inclino
cuando intento decir el inefable nombre, murmurando Tú;
y sueño con fantasías fidianas y abrazo de corazón
significados que no pueden ser, lo sé, lo que eres Tú.
Todas las plegarias, siempre, si les tomas la palabra, blasfeman,
pues invocan con frágil imaginería un sueño de vieja tradición;
y todos los hombres son que claman sin ser oídos
a ídolos sin sentido, si les tomas la palabra.
Y todo hombre en sus rezos, autoengañado, se dirige
a Uno que no es (así decía aquel viejo reproche) a menos que
Tú, por gracia pura, te apropies y hacia ti desvíes
las flechas de los hombres, lanzadas al azar, más allá del desierto.
No escuches, oh Señor, nuestro sentido literal, mas traduce
a tu magno y perfecto lenguaje nuestra entrecortada metáfora.”

martes, 20 de enero de 2009

La conciencia fanatizada. A propósito de Jacques Maritain

A pesar de que no conozco apenas nada de la obra de Maritain (en tiempos me limité a hojear con cierta desidia "Los Grados del Saber"; algo -casi nada también- sé de sus reflexiones sobre cristianismo y filosofía política), a pesar de este conocimiento superficial, digo, siempre he sentido una relativa antipatía hacia el personaje. No por ello dejo de valorar su relevancia intelectual y, para ser justos, habría que atender a las fases de su evolución filosófica. Supongo que en esta antipatía influyen la dureza e inflexibilidad con la que se comportó con Péguy en lo referente a su situación familiar, o el artificio con el que procuró integrar a San Juan de la Cruz en la ordenación tomista del saber ¿Tanto costaba reconocer que en la doctrina del santo de Fontiveros había divergencias con respecto al Aquinate sin que ello supusiera desdoro alguno ni para Santo Tomás ni para San Juan ni para el propio cristianismo?

Ahora viene un texto de Gabriel Marcel a confirmar estas sospechas. En uno de sus artículos de "Los hombres contra lo humano" ("La conciencia fanatizada")encuentro las siguientes palabras: "Cuando Jacques Maritain afirmaba que, hablando con rigor, se podía ser católico -pero no inteligente- sin ser tomista, emitía una afirmación propia de un fanático puro y simple, y se podría hacer ver mediante qué transacciones casi imperceptibles es siempre posible pasar de ese fanatismo venial hasta el fanatismo sin más"

Estamos en lo de siempre. Si a menudo es exasperante por su vacuidad esa pose irónica y semivolteriana de nuestros agnósticos ¡qué insufribles nos hacemos a veces algunos cristianos! Es esa mentalidad de partido confesional. Pertenecer a la Iglesia se rebaja a pertenecer a algo así como un lobby, un grupo de presión o una panda de amiguetes encantados de ser como son y de haberse conocido. La Iglesia no está para predicarse a sí misma, Ella está al servicio de su Señor, Ella anuncia el Reino (que por cierto desborda sus fronteras visibles). Ese catolicismo de bandera y megáfono es el que retraía -entre otras cosas de mayor enjundia- a inteligencias tan lúcidas como la de Simone Weil: la comunión interpersonal sustituida por el espíritu de partido, las gentes como masas sometidas al egoísmo de la carne -por utilizar el lenguaje de San Pablo- y no elevadas a la condición de pueblo consagrado que se dirige a su Señor.

Alguna entrada me gustaría dedicar a esa peligrosa confusión entre fe -bien y don que proceden de lo alto, del Padre de las luces, como dice Santiago en su carta- y creencias. No sé si la distinción es artificiosa. Creo haberla leído en algún lado. Se trata, sencillamente, de no hipertrofiar o absolutizar las instancias mediadoras. Las estructuras de mediación (doctrinas teológicas, casuística moral, instituciones eclesiales...) cuando son objeto de una pasión sin medida resultan de una atroz peligrosidad. Es entonces cuando la religión se ideologiza para al fin convertirse en el más temible de los ídolos.

P. D. No quisiera que ningún lector leyese lo antes expuesto con anteojeras políticas, poniéndolo en relación con los conflictos que se han dado y se dan en España entre Iglesia y Estado. No es esa mi intención.

miércoles, 14 de enero de 2009

Cristo y el Sábado

El Sabbath ¿Por qué esa insistencia de Jesús en realizar sus curaciones y exorcismos en Sábado? ¿Acaso pretendía simplemente epatar, mover a escándalo al stablishment religioso de su tiempo? ¿Era su intención subrayar de este modo el primado de la caridad y la misericordia frente al automatismo del ritual y la servidumbre de la ley? ¿Así mostraba el Cristo su soberanía y poder?

Creo que más o menos las preguntas anteriores recogen las interpretaciones comunes que se dan a estas acciones en que parece quebrantarse el descanso sabático. Pero en el fondo todas estas hipótesis, algunas parcialmente verdaderas, no dejan de presentárseme un tanto romas y superficiales. Volvamos al libro del Génesis: el descanso sabático arraiga y recibe todo su sentido del reposo perfecto de Dios tras la creación del mundo. La paz de Dios sostiene con su fuerza vivificante el Universo. Dios se goza en su obra, que acoge amorosamente en su seno. Hace descender sobre ella su Gloria. El ser mundanal es entonces plenitud radiante. Todo es bueno.

¿Cómo no iba Cristo a curar en Sábado? El Sábado es justamente la ocasión propicia para la sanación. Cristo no rompe el Sábado, lo consuma, le devuelve su original sentido. Las curaciones del Sábado son un signo: he aquí que la Creación es restaurada. El ser humano penetra en el descanso del Señor y experimenta en íntima unión con el Eterno la gratuidad del Bien derramándose en el mundo. Ahora las cosas son como deben ser. Porque Cristo es el Logos, Sabiduría de Dios que nutre y alimenta al Cosmos. En Él, en Cristo, el mundo vuelve al seno del Padre. En Él, en Cristo, es acogido el hombre (menesteroso, enfermo, indigente) para penetrar en el verdadero Sabbath. Sólo queda una duda torturante: aquel Sábado en que el Hijo del Hombre parece vencido por la muerte ¿Mas no es ese Sábado también misterio de salvación? “Descendió a los infiernos”. Cristo está en el fondo de la soledad más lúgubre, en el grito de dolor de los desesperados. Lo abraza todo con su misericordia infinita ¿Podrá algún hombre resistirse a su atracción definitivamente? Vivamos de esa esperanza.

martes, 13 de enero de 2009

El compromiso del cristiano

No nos dejemos engañar por la tentación gnóstica de abandonar la historia a su propio curso para refugiarnos en lo eterno. Dios ha reconciliado al mundo consigo por medio de la sangre del Cordero, hemos penetrado ya en los últimos tiempos, hemos sido liberados de “los poderes que habitan en el aire” (San Pablo). Mas no todo ha concluido ya. La espera de la Parusía nos exige la responsabilidad agónica, desgarradora, de no ceder a la seducción de este tiempo. Hemos de hacernos con Cristo jueces de un Hoy con pretensiones de Siempre. La Iglesia (comunidad de amor, fe y esperanza) puede afrontar tal tarea, a pesar de sus muchas infidelidades (las prostituciones de que habla el Antiguo Testamento con respecto a Israel) porque se sabe sostenida por el Espíritu. Cristo, al penetrar en el tiempo y habitarlo, nos ha abierto la posibilidad de trascenderlo hacia un Porvenir Absoluto. Toda potencia mundana con pretensiones de incondicionalidad ya está juzgada y condenada. Es un ídolo vano. Por eso lo demoníaco se sustrae a toda determinación. Es lo impersonal que flota en el aire que respiramos. Es lo anónimo e irrepresentable: lo que se dice, lo que se hace, lo que se espera... A fin de cuentas, una caricatura de la ubicuidad divina.

Mientras lo demoníaco es Nadie que rumorea en la vaguedad del tiempo inane; el Espíritu de profecía procede de un Quien que rompe en dos el tiempo y rescata al oyente de la indefinición de la masa. El Dios vivo nos interpela con su Palabra abrasadora; afilada y cortante como espada. Quiere hacer de nosotros un “yo” que responda de sí y de su hermano. Su voz es atronadora como la tormenta o leve como la brisa, pero sólo ella hace que el hombre pueda erguirse y elevarse hasta su genuino ser. La luz cenital del Eterno despeja todas las sombras. La bruma del anonimato se disipa. Se hace trizas toda impostura. Esta experiencia no es sino prefiguración y anticipo del Juicio, cuando todo será manifiesto y quedará liberada la verdad, aherrojada por la iniquidad de los hombres (San Pablo). No nos resistamos al poder de la Palabra: “¿Cómo haces fructificar la Redención ganada por Cristo? El opresor sigue pisoteando el derecho; la enfermedad y la muerte nos acosan; los pueblos se alzan en guerra unos contra otros; el inocente sigue siendo víctima de la injusticia. Vuelve los ojos hacia este mundo que gime pidiendo su liberación”.

Todo esto nos lleva a profundizar en la esencia de nuestra fe. El ángel que anuncia la victoria del Resucitado nos dijo que no buscásemos en lo alto, que saliésemos del pasmo. La verticalidad del Espíritu, que de arriba procede, se resuelve en la horizontalidad de la acción histórico-social, codo a codo con los otros hombres. Se responde a la llamada de Cristo poniendo la mirada en la viuda, el huérfano y el extranjero; diciendo “¡no!” a las estructuras de pecado que cuajan y se afianzan en nuestro entorno. La eucaristía es el pan del que marcha al combate. Este es el tiempo de la tensión escatológica: Dios está cerca, el Hijo está al venir para hacer entrega de todo al Padre ¡No os acostumbréis a este mundo! El Espíritu de Vida nos infunde su poder y nos pide iniciar la obra que sólo puede consumar Cristo nuestro hermano. La Iglesia no es el Reino, es signo vivo y eficaz, sacramento universal del Reino. Pero ella es Santa y en ella se prefigura la plenitud que se nos ha prometido. En ella resplandecen entre tinieblas y oscuridades las primeras piedras de la Jerusalén Celeste. En ella se anticipa y vive ya como en espejo la comunión de todos los hombres en la Trinidad Santa e Inefable.