lunes, 14 de septiembre de 2009

Becerritos de oro, o la mini-idolatría

Hoy es la Taberna la que apunta y dice ¡Amigo! Por seguir con los becerritos de oro, en otro orden de cosas. Ojo con la entrada -enlazada- de Suso: tiene miga tabernaria.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Becerros de oro

Imagina José Jiménez Lozano, en Historia de un otoño, (gracias, Antoine), este diálogo entre la Madre Du Mesnil, presa tras la destrucción de Port Royal des Champs, al Arzobispo de París, Cardenal de Noailles:

"Este destierro y la destrucción de nuestro monasterio me han producido muchas amarguras y también decepciones de los hombres y precisamente de aquellos de quienes me había imaginado que nunca lo dejarían destruir, ni permitirían esta nuestra soledad y deshonor. Pero, al fin y al cabo, es natural que los hombres decepcionen. Esa decepción nos ayuda a no convertirlos en ídolos".

Lo he recordado ante la carta de un Legionario de Cristo, tras los escándalos de su fundador:

"Si bien no podemos olvidar que él es nuestro fundador e hizo mucho bien, tampoco podemos negar que los hechos que han salido a la luz no pueden ser, en modo alguno, considerados como un modelo a seguir para las generaciones presentes y futuras. Todo esto debe conducirnos a lo esencial: colocar, aún más, el centro de nuestra vida en Jesucristo."

¿Enésima versión del Felix culpa? Tanto las amenazas de Infierno a las hermanas de Port Royal, como el fenómeno Maciel, son males objetivos, y personalidades eclesiásticas han escandalizado con su comportamiento, no sólo a las gentes de su tiempo, sino de todos los tiempos. Jamás se olvidará el jardín arrasado del monasterio, por ceder la Iglesia ante el Rey de Francia, como la viscosa historia del fundador de los Legionarios. Pero en ambos textos aparece una casi feliz declaración de principios: así no crearemos ídolos. El reverso de "nadie es bueno sino Dios", la renuncia forzosa –de la necesidad, virtud– al becerro dorado.

Pienso ahora que hay dos estadíos en la fe eclesial. Al principio, tras la ceguera de la primera conversión, o el primer entusiasmo, todo lo eclesial, lo jerárquico, se percibe como prístino e intocable, frente a los sucios caminos del mundo y sus poderes. Y cuando aparece el escándalo, éste lacera como un látigo que hiciese tambalear la fe. Pero quizá haya otro momento, al que sólo se accede tras cierta catársis (algo se le dijo a Nicodemo), en que se ven estos escándalos, esta ausencia de Dios de los "hombres de Dios", casi como necesarios. O al menos, inevitables. Aunque sospecho que para entrar en posesión de ese segundo estado haga falta una verdadera conversión, una inmersión en la oscuridad, el desapego total de todo lo "idolátrico": entusiasmo por el Papa, por los "fundadores", por los objetos de culto, con lo "comunitario", lo "eclesial", todo ese orgullito interior por ser "de los buenos".

Dijo Ratzinger cierta vez que, a lo largo de la Historia, cuando la Iglesia no ha sabido renunciar a sus riquezas y su poder, le han sido arrebatadas por la fuerza. Quizá ocurra lo mismo con este fenómeno. Si le otorgamos atributos divinos al mensajero, el Cielo permitirá que lo veamos romperse. Como si el velo del templo no dejara de rasgarse por la mitad, una y otra vez. Quizá sea una vertiente –esperanzadora, al cabo– de lo que dijo el Maestro: Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos. Esperanzadora, pero difícil. Que se lo digan a ese pobre legionario de Cristo, o a la Madre Du Mesnil.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Esperando nacer

Hoy Hernán nos recomienda; así que no perdamos la oportunidad de recomendar su blog, de nuevo. Parte del impulso para abrir esta Taberna procede de sus reflexiones (en voz alta) en torno a temas teológicos. Brindemos por él.

jueves, 3 de septiembre de 2009

¿Un Dios demostrable?

No soy fideísta. Más aún, de acuerdo con el Vaticano I, no tengo reparos en sostener que la razón, cuando obra en conformidad con sus principios y reglas constitutivos, puede alcanzar un conocimiento cierto de que Dios existe. Es verdad (no nos engañemos) que este conocimiento es siempre inadecuado con respecto a su "objeto" de referencia. Sólo atisbamos en el horizonte la necesidad de un fundamento último, pero bien poco es lo que podemos llegar a conocer acerca de su esencia. Esta permanece envuelta en un misterio insuperable, que sería temerario y estúpido pretender desvelar.
Aún así, dicho lo dicho, creo que es muy difícil, prácticamente imposible, que haya prueba alguna que pueda persuadir con firmeza a los agnósticos o ateos ¿No parece esto contradecir mi anterior aseveración? Llevaré las cosas hasta el extremo. Considero que las vías que procuran un acceso a Dios estrictamente intelectual son abundantes. La mayoría de los argumentos que nos ha legado la historia de la Filosofía me parecen válidos, cuando se los purifica de la escoria de exposiciones de manual que los trivializan hasta reducirlos a lo ridículo.
Aquí llega mi precisión. Estos atisbos, estas súbitas iluminaciones intelectuales del Misterio fundante, son ciertamente posibles "de iure" pero casi siempre impracticables "de facto". Y es que la razón natural, pura y exclusivamente natural, preservada de la injerencia del pecado en sus múltiples formas, sencillamente no existe. La razón, cuando ha de elevarse al plano rigurosísimo y existencialmente vinculante de la reflexión metafísica, a menudo se ofusca, anda a tientas, se pierde en un laberinto de contradicciones y aporías... Ya Sto. Tomás advertía que era necesario que en la revelación divina se incluyesen verdades que son racionalmente accesibles a los hombres, pues no sobrepasan la capacidad de su naturaleza. Ello es indispensable. La cognoscibilidad intrínseca de una verdad no nos asegura que esta verdad vaya a ser "efectivamente" captada por nosotros.
Siendo así las cosas ¿no será precisamente la luz de la fe la que permita a la razón poseerse realmente a sí misma, devolviéndole así su verdadera naturaleza, una naturaleza que sólo podía alcanzar su plenitud inserta en el campo de lo sobrenatural?
Dirá el lector: ¿Y no es justamente esto fideísmo, el fideísmo que se rechazaba al comienzo de este texto? ¿No se ha caído en un círculo vicioso? La razón nos predispone para conocer la existencia de Dios, mas la razón sólo puede obrar así una vez que la fe (que está cierta de que Dios es) la ha rehabilitado elevándola a la dignidad que le es inherente por naturaleza.
Veo que el asunto se me alarga. Y en los blogs hay que procurar ser breve. Ya tendremos ocasión de enfrentarnos a estas dificultades e intentar dilucidar el asunto. Lo siento si he sido poco claro.