viernes, 13 de agosto de 2010

El círculo de la fe postmoderna

La postmodernidad es, en muchos sentidos, hija de la modernidad. La herencia que recibe es, al menos, altamente moderna: la sospecha universal. La modernidad intensificó los comienzos especulativos occidentales universalizando la posibilidad del error (esto es Descartes). Después, Kant puso en cuestión la posibilidad del saber (KrV), el emotivismo moral (Fundamentación, KpV), la fe eclesiástica (La religión dentro de los límites...), etc. Desde los ilustrados franceses a los maestros de la sospecha vemos cómo la modernidad se ha concebido a sí misma como un radical proceso de crítica, que Kant describía, por cierto, con la metáfora del "tribunal de la razón". Sentarlo todo ante el tribunal de la razón, incluso a la razón misma: tal es la esencia policial de la modernidad. Buscar los orígenes de la moral, de la neurosis, de las estructuras sociales, de las ideologías, de los textos. La genealogía conduce a la deconstrucción. Nietzsche y Derrida se encuentran a través de Heidegger.

En lo que toca a la fe las cosas no han sido distintas. El cuestionamiento de la tradición y la autoridad de la Iglesia o la impugnación histórica de las fuentes bíblicas que se desarrollan entre los siglos XVII y XVIII desembocan en un radical cuestionamiento de los conceptos mismos que se derivan de aquella tradición, autoridad y textos. Así, la teología liberal parte de la concepción schleiermacheriana de la fe como "intuición del universo" para reducir la religión a una suerte de antropología. La teología dialéctica de Barth se mueve entre un concepto de Dios definido en los términos de la mística negativa y la necesidad de reelaborar un lenguaje para el hombre contemporáneo. Un teólogo como Jüng diluye las expresiones dogmáticas fuertes de la teología cristiana para posibilitar voluntaristamente un acercamiento ecuménico entre todos los monoteísmos. En la teología de la liberación, por último, se recurre al mensaje emancipador del Evangelio como la verdadera esencia, oculta por la dominación y la superstición, del cristianismo, y desvelada ahora con ayuda del materialismo dialéctico.

Poco a poco, la religión va deshaciéndose de su ornamentación litúrgica y moral, y el concepto mismo de Dios es convertido en un vago espectro que recorre los afectos humanos, pero que ha sido desprovisto de rasgos antropomórficos. ¿En qué sentido es Dios, hoy, "Persona"? ¿Cómo conjugar su omnipotencia con su justicia? ¿En qué sentido decimos que "existe" cuando nuestra noción de existencia resulta tan lejana de aquel "acto" que era para los tomistas y se ha convertido en una percepción, más aún: en una mera imagen mediática? Desde el neoplatonismo hasta la teodicea, el cristianismo ha dispuesto de técnicas para volver racionales sus contenidos irracionales. Hoy carecemos de esta teo-tecnología.

Pero es entonces cuando el creyente, que ha tocado el cielo vaporoso del Dios indeterminado y del Cristo abstractamente libertador, no tiene más remedio que volver al suelo biográfico (suyo) e histórico (nuestro) en que todo este proceso comenzó. Vuelve, entonces, a los mandatos evangélicos, y con ellos a los textos bíblicos, que ha recibido en una tradición concreta, y que ha interiorizado en ritos, liturgias, fiestas, a menudo confusas, a veces idolátricas. Reconoce la historia de su autodeconstrucción. Pero su reconciliación no es ingenua, sino sentimental. Esto es: no es una fusión mística, sino una reconciliación dialéctica en la que el resultado contiene su propia historia de negatividad. Como el hijo pródigo no ve del mismo modo a su padre ni a su casa cuando regresa a ellos: así vuelve el hombre postmoderno al mito, como algo que ya no tiene la evidencia de lo natural ni la fuerza de lo social, sino que ha sido reconquistado por una subjetividad demasiado anciana. Y su fe oscila entre la distancia y el retorno, entre la cercanía y el extrañamiento.