¡La de tiempo que no me pasaba por la taberna para echar un trago de buen vino! En fin, ahora que mis ocupaciones me dejan un tiempo, veremos qué se puede hacer.
Uno quería hoy hablar de la prudencia. Ando estos días en el Instituto con la ética de Aristóteles arriba y abajo, a ver si consigo que mis alumnos consigan acercarse al modo aristotélico de pensar. Y en tales circunstancias vengo a dar con el tema de la maltrecha y casi siempre olvidada virtud de la prudencia. Es cierto que la crisis afecta a toda la ética de las virtudes, arrinconada hoy en beneficio del procedimentalismo formalista de neokantianos y habermasianos. Lo cierto es que las éticas de este cariz, las éticas discursivas, tan asépticas y pulcras ellas, no dejan de impresionar a un espíritu geométrico. Pero quizá la moral sea terreno más propicio para el pascaliano espíritu de fineza, que -a mi modo de ver- no es sino una variante de lo que los clásicos llamaban prudencia.
Lo primero de todo, el lenguaje. Hoy la palabra prudencia parece evocar un ánimo pusilánime y cobardón, un espíritu quisquilloso y apocado que la hace poco atractiva. Por otra parte está el lastre con el que Kant cargó el término, al entender la prudencia como astucia mala, como habilidad para satisfacer en cualquier circunstancia el mayor número posible de inclinaciones naturales. La prudencia quedaba así caracterizada -perdónenme los kantianos- como listeza de pícaros y avisados.
Hasta en los tratados clásicos sobre la virtud se tiende a obviar o relegar la prudencia que, a fin de cuentas, es el fundamento y la fuerza directriz de todo el quehacer moral.
La prudencia es un saber, pero un saber singular; un saber que no tiene por término lo universal y necesario, un saber que se orienta al polo opuesto: lo relativo, lo contingente, lo circunstanciado... La prudencia es el difícil arte de elegir. La prudencia no puede enseñarse metódicamente, porque no es una ciencia ni un sistema acabado de juicios o reglas morales. La prudencia ha de determinar el "kairós", el momento justo y oportuno, la ocasión idónea y no anticipable.
El prudente se ve inmerso en la trama intrincada de acontecimientos y posibilidades que constituyen el vivir; pero no queda atrapado por la tela de araña ni sumido en una perplejidad paralizante. El prudente decide, sabe decidir cuando las circunstancias son cambiantes, cuando la realidad se muestra ambigua y no es tan fácil separar el bien del mal. Quizá -no sé si es un juicio demasiado rotundo- alcanzar la prudencia es el término de la construcción personal y ética del sujeto. Prudencia es madurez, acendramiento, posesión de sí.
Y quisiera insistir en otra cosa: la prudencia es mediadora. El imprudente desemboca casi irreversiblemente en el fanatismo. Es el "camello" del que nos habla Nietzsche en "Las tres transformaciones del espíritu" (aunque luego no compartamos su mensaje final). Quien carece de prudencia -dejaré aparte el caso del inmoral- siente una especie de fascinación por la pureza diamantina del ideal ético. La moralidad se le manifiesta como un reino de valores objetivos interconectados según reglas precisas. El sentimiento moral adquiere entonces proporciones sublimes y caemos rendidos ante la majestad del deber.
El que estas líneas escribe está muy lejos de cualquier relativismo ético. Creo que es malo que la actitud filosófica se distancie de tal modo del sentido común que al final termine por censurarlo, zaherirlo y amordazarlo. La filosofía -creo yo- no ha de oponerse sin más al sentido común. Su misión es purificarlo mediante el sano ejercicio de la crítica, no destruirlo. Porque en el sentido común hay una precomprensión de la realidad, una apertura originaria al ser y la verdad que sirve de piedra de toque para toda especulación. Y en fin -que ya me apartaba de mi propósito- el sentido común nos dice que existe lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. El filósofo -como decía- habrá de purificar estas nociones, corregirlas cuando sea posible, pero todo ello asentándose en la experiencia primigenia del ser humano.
La prudencia es mediadora. No se extasía ante la inmaculada idealidad de la moral objetiva, sino que intenta que el valor se encarne, tome cuerpo en la realidad cotidiana y se realice en nuestras vidas. Entonces surge el conflicto, conflicto entre el imperativo ético y las imposiciones fácticas del mundo, conflicto entre los mismos valores que puede parecer que se contradicen ¿A cuál hay que darle la prioridad? "Que tu sentido de la moral no te impida hacer el bien", decía un antiguo profesor de mis años universitarios. Aquí entra la prudencia flexibilizando, compaginando. La prudencia es cuidadosa pero no teme. Sabe que puede tomar la decisión errónea, mas también es consciente de que al nacer no se nos dio un manual de instrucciones ni una hoja de ruta para seguirla al detalle. Existe lo imponderable, lo incierto, lo dudoso... Hay que vivir con ello y atreverse a ser libres.
P.D. Apliquemos todo lo dicho a algunas decisiones magisteriales de la Iglesia que no están selladas con la infalibilidad. A veces pareciera que los estamentos eclesiales temiesen que sus fieles juzguen por sí mismos, con prudencia y discreción. Se lo quieren dar todo "mascadito". Grave error. Por cierto, nuestro fino e inteligente Ratzinger ha preparado una recopilación de artículos suyos sobre el tema de la conciencia. Que dispongamos pronto de la edición española.
martes, 5 de mayo de 2009
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1 comentario:
Hola, Antonio: soy Borja, tu antiguo compañero del instituto Castilla de Soria. Tu reflexión sobre la prudencia me ha parecido muy acertada, y muy en consonancia con el desagrado que me inspira la obligatoriedad del ideal moral tal y como lo rumian estos tiempos oscuros y tan apegados a la bondad tonta de lo utópico. Me ha gustado eso de "que tus convicciones morales no te impidan hacer el bien".
Un saludo desde Soria
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