No nos dejemos engañar por la tentación gnóstica de abandonar la historia a su propio curso para refugiarnos en lo eterno. Dios ha reconciliado al mundo consigo por medio de la sangre del Cordero, hemos penetrado ya en los últimos tiempos, hemos sido liberados de “los poderes que habitan en el aire” (San Pablo). Mas no todo ha concluido ya. La espera de la Parusía nos exige la responsabilidad agónica, desgarradora, de no ceder a la seducción de este tiempo. Hemos de hacernos con Cristo jueces de un Hoy con pretensiones de Siempre. La Iglesia (comunidad de amor, fe y esperanza) puede afrontar tal tarea, a pesar de sus muchas infidelidades (las prostituciones de que habla el Antiguo Testamento con respecto a Israel) porque se sabe sostenida por el Espíritu. Cristo, al penetrar en el tiempo y habitarlo, nos ha abierto la posibilidad de trascenderlo hacia un Porvenir Absoluto. Toda potencia mundana con pretensiones de incondicionalidad ya está juzgada y condenada. Es un ídolo vano. Por eso lo demoníaco se sustrae a toda determinación. Es lo impersonal que flota en el aire que respiramos. Es lo anónimo e irrepresentable: lo que se dice, lo que se hace, lo que se espera... A fin de cuentas, una caricatura de la ubicuidad divina.
Mientras lo demoníaco es Nadie que rumorea en la vaguedad del tiempo inane; el Espíritu de profecía procede de un Quien que rompe en dos el tiempo y rescata al oyente de la indefinición de la masa. El Dios vivo nos interpela con su Palabra abrasadora; afilada y cortante como espada. Quiere hacer de nosotros un “yo” que responda de sí y de su hermano. Su voz es atronadora como la tormenta o leve como la brisa, pero sólo ella hace que el hombre pueda erguirse y elevarse hasta su genuino ser. La luz cenital del Eterno despeja todas las sombras. La bruma del anonimato se disipa. Se hace trizas toda impostura. Esta experiencia no es sino prefiguración y anticipo del Juicio, cuando todo será manifiesto y quedará liberada la verdad, aherrojada por la iniquidad de los hombres (San Pablo). No nos resistamos al poder de la Palabra: “¿Cómo haces fructificar la Redención ganada por Cristo? El opresor sigue pisoteando el derecho; la enfermedad y la muerte nos acosan; los pueblos se alzan en guerra unos contra otros; el inocente sigue siendo víctima de la injusticia. Vuelve los ojos hacia este mundo que gime pidiendo su liberación”.
Todo esto nos lleva a profundizar en la esencia de nuestra fe. El ángel que anuncia la victoria del Resucitado nos dijo que no buscásemos en lo alto, que saliésemos del pasmo. La verticalidad del Espíritu, que de arriba procede, se resuelve en la horizontalidad de la acción histórico-social, codo a codo con los otros hombres. Se responde a la llamada de Cristo poniendo la mirada en la viuda, el huérfano y el extranjero; diciendo “¡no!” a las estructuras de pecado que cuajan y se afianzan en nuestro entorno. La eucaristía es el pan del que marcha al combate. Este es el tiempo de la tensión escatológica: Dios está cerca, el Hijo está al venir para hacer entrega de todo al Padre ¡No os acostumbréis a este mundo! El Espíritu de Vida nos infunde su poder y nos pide iniciar la obra que sólo puede consumar Cristo nuestro hermano. La Iglesia no es el Reino, es signo vivo y eficaz, sacramento universal del Reino. Pero ella es Santa y en ella se prefigura la plenitud que se nos ha prometido. En ella resplandecen entre tinieblas y oscuridades las primeras piedras de la Jerusalén Celeste. En ella se anticipa y vive ya como en espejo la comunión de todos los hombres en la Trinidad Santa e Inefable.
Mientras lo demoníaco es Nadie que rumorea en la vaguedad del tiempo inane; el Espíritu de profecía procede de un Quien que rompe en dos el tiempo y rescata al oyente de la indefinición de la masa. El Dios vivo nos interpela con su Palabra abrasadora; afilada y cortante como espada. Quiere hacer de nosotros un “yo” que responda de sí y de su hermano. Su voz es atronadora como la tormenta o leve como la brisa, pero sólo ella hace que el hombre pueda erguirse y elevarse hasta su genuino ser. La luz cenital del Eterno despeja todas las sombras. La bruma del anonimato se disipa. Se hace trizas toda impostura. Esta experiencia no es sino prefiguración y anticipo del Juicio, cuando todo será manifiesto y quedará liberada la verdad, aherrojada por la iniquidad de los hombres (San Pablo). No nos resistamos al poder de la Palabra: “¿Cómo haces fructificar la Redención ganada por Cristo? El opresor sigue pisoteando el derecho; la enfermedad y la muerte nos acosan; los pueblos se alzan en guerra unos contra otros; el inocente sigue siendo víctima de la injusticia. Vuelve los ojos hacia este mundo que gime pidiendo su liberación”.
Todo esto nos lleva a profundizar en la esencia de nuestra fe. El ángel que anuncia la victoria del Resucitado nos dijo que no buscásemos en lo alto, que saliésemos del pasmo. La verticalidad del Espíritu, que de arriba procede, se resuelve en la horizontalidad de la acción histórico-social, codo a codo con los otros hombres. Se responde a la llamada de Cristo poniendo la mirada en la viuda, el huérfano y el extranjero; diciendo “¡no!” a las estructuras de pecado que cuajan y se afianzan en nuestro entorno. La eucaristía es el pan del que marcha al combate. Este es el tiempo de la tensión escatológica: Dios está cerca, el Hijo está al venir para hacer entrega de todo al Padre ¡No os acostumbréis a este mundo! El Espíritu de Vida nos infunde su poder y nos pide iniciar la obra que sólo puede consumar Cristo nuestro hermano. La Iglesia no es el Reino, es signo vivo y eficaz, sacramento universal del Reino. Pero ella es Santa y en ella se prefigura la plenitud que se nos ha prometido. En ella resplandecen entre tinieblas y oscuridades las primeras piedras de la Jerusalén Celeste. En ella se anticipa y vive ya como en espejo la comunión de todos los hombres en la Trinidad Santa e Inefable.
2 comentarios:
¡Amén, amén, amén! Tus palabras me urgen a entrar, a través del velo desgarrado, en el sancta sanctorum, para hacer acopio de fuerzas y librar el bello combate de la fe. La esperanza nos insta a luchar en dirección "de lo esperado", como nos decía Juan Luis Ruiz de la Peña.Sino, no sería verdadera esperanza, esperanza cristiana. Hay que ser, cada día, dique que frene el avance del mal. Cada uno en su puesto, debemos hacer que el bien haga plaza en este mundo.
En efecto, "la Iglesia no es el Reino". Si esto se entiende bien, desaparece la mitad de la zozobra que a la fe le causan los escándalos, la fealdad, la mediocridad homilética, las desangeladas iglesias, y los tópicos dulzones de sacristías convertidas en guardamuebles. La Iglesia es sacramento, y por lo tanto revela y oculta, a un tiempo, la Luz inmarcesible.
La otra mitad, o casi, de la zozobra la causa esa "vaguedad del tiempo inane", de la que espero que sigamos hablando otro día.
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