jueves, 26 de febrero de 2009

Reino y Comunión

Observaba agudamente Olegario González de Cardedal que eran precisas amplias miras, paciencia y sentido histórico, para superar y colocar en sus justos términos las tensiones entre bandos eclesiales tras el último concilio. Que no nos ciegue la inmediatez de los hechos. Venía a decir Olegario que la asimilación de un Concilio es un proceso de largo recorrido, requiere una lenta maduración que puede sobrepasar el siglo.
Yo apenas conozco nada de Historia de la Iglesia, cuatro lugares comunes, pero siempre me ha sorprendido la hondura de la crisis arriana y lo difícil que era la situación para la cristiandad ortodoxa. Parecía tenerlo todo a favor Arrio: su teología era más fácilmente asimilable al neoplatonismo, su énfasis en la unicidad absoluta e irrestricta de Dios (anulando así la unidad viva del Dios trino) podía emplearse políticamente como una apología del poder soberano del Emperador, obispos y ministros de la Iglesia se adherían al arrianismo y su número se multiplicaba velozmente... Si la Iglesia pudo superar tales divisiones, no nos rasguemos las vestiduras ante la situación que hoy vivimos.
El dominico Timothy Radcliffe, que comparte la actitud serena de Olegario, procura dilucidar la embrollada situación eclesial en que nos encontramos los católicos de los últimos cincuenta años distinguiendo dos tendencias fundamentales en el seno de la Iglesia: los cristianos del Reino y los cristianos de la Comunión. A cada corriente le correspondería un teólogo de cabecera y una revista. Mientras que los del Reino tendrían como referencia teológica a Rahner y como publicación Concilium, la otra corriente se inspiraría en Balthasar y se daría a conocer a través de la revista Communio. He de confesar que yo no he leído jamás un número de ninguna de esas publicaciones. Algo si puedo conocer de los teólogos sacados a la palestra: por ambos siento la misma admiración, el mismo respeto. No lo dudemos, son los dos grandes de la teología católica del pasado siglo.
Pero vayamos al núcleo del asunto. Los cristianos del Reino -dice Radcliffe- sitúan en el centro del cristianismo la Encarnación: Dios asume nuestra humana naturaleza y penetra así en la Historia de los hombres. El Reino de los Cielos ha llegado, está entre nosotros en Cristo. Toda obra humana ha quedado en suspenso y se ha dejado finalmente colmar por la energía divina. La Iglesia ha de potenciar al máximo el impulso de autotrascendimiento que le es propio. No debe deambular por el mundo con su monólogo solipsista, ha de abrirse y dejarse inundar por la marea de una humanidad sufriente, que padece bajo el yugo de injusticias y formas de opresión a menudo avaladas por la misma Iglesia, la que debía ser signo de la misericordia de Dios y la fraternidad entre los hombres. Abracemos el mundo secular para transformarlo desde dentro con la fuerza del evangelio. Apertura al siglo, horizontalidad, profetismo y denuncia social, crítica de las estructuras eclesiales anquilosadas y confianza en la libertad del Reino.
Los cristianos de la Comunión, sin embargo, verán en los primeros una hermenéutica rupturista del Concilio. Se habla de "aventurerismo teológico", de secularismo y difuminación de la especificidad cristiana. Hay que volver a las fuentes de la tradición bimilenaria de la Iglesia, reconocer que si Concilio fue el Vaticano II también lo fue Trento (Julián Marías). Salvemos ante todo la continuidad de la Iglesia. Que la atención a los signos de los tiempos no sirva de excusa para acomodarse a este mundo y dejar de ser escándalo para el hombre carnal. El signo por excelencia es la Cruz, la paradoja de la Cruz y la fuerza que de ella nace.
En fin, en estas cosas siempre se corre el peligro de caer en la caricatura, y mucho de caricatura tiene la simplona descripción que hemos hecho. Yo en este punto me acojo a una reflexión de Samuel Johnson anotada por Boswell. Cuando al doctor Johnson -odiaba que se le llamara doctor- se le pregunta acerca de las diferencias entre tories y whigs, responde que un tory y un whig sensatos siempre se hallarán en lugar semejante, más próximos y hermanados entre sí que lo que pueda estarlo cada uno con los extremos de su respectiva facción. Traslademos esto al ámbito eclesial, aunque se nos tache de eclécticos o tibios. Los extremos dejémoslos aparte por hoy. Algo podría decir de ellos pero me muerdo la lengua. Ya hablé en su momento del espíritu de partido que penetra en la Iglesia ideologizando, fanatizando, anatemizando... Soy de natural reposado y me cuesta la crítica acerba. Bueno, ya veremos hacia donde me conducen finalmente estas reflexiones.

lunes, 23 de febrero de 2009

Razón e Inquisición (anotaciones sobre la fe ciega)

Analizar con detenimiento la historia de la Iglesia lleva fácilmente a la conclusión de que el camino hacia Cristo no es un camino hacia el bien, sino hacia el mal. Las disputas, odios, guerras, condenas, apenas dejan ver al Dios de los lirios del campo, del Sermón de la Montaña y del hijo pródigo. Darse cuenta de esto es crucial para entender todo lo demás: elegir el camino de la cruz significa adentrarse en un desierto plagado de demonios, en donde nos esperan las tentaciones más sutiles, los pecados más perversos: justo aquéllos contra los que apenas advierte ningún catecismo.

El argumento de muchos cristianos es que esos males se hicieron “en nombre del” cristianismo, pero por gentes que no habían entendido el mensaje de Cristo. En realidad, ésta es la misma maniobra de evasión de ciertos ateos: si se les señala que un régimen ateo como el soviético torturó y mató a millones de personas, responden que no lo hizo en nombre del ateísmo (por ejemplo, aquí). La realidad es la contraria: aunque evidentemente ningún ateo pudo matar a nadie en nombre de un "No-Dios", sí lo hizo -y a menudo- siguiendo una lógica inherente a la visión no trascendente del hombre. Lo cierto es que, por encima de uno y otro caso, hay algo perverso en toda voluntad de sistema, un impulso que sólo puede ser satisfecho al modo de la dominación o la aniquilación. Y ello es así porque, como decían Horkheimer y Adorno, el sistema es, en sí mismo, lo falso: la realidad es despliegue, la verdad es movimiento, y querer disponer de una sujeción para la totalidad de lo real es, propiamente, “idolatría”, sumisión a una estructura humana de ideas que pretende autovenerarse como espejo de la verdad. El cristianismo sólo se salva de esta maldición si renuncia a concebirse a sí mismo como sistema, o dicho de un modo más provocativo: si renuncia a concebirse a sí mismo como religión. Pero eso implica una gran renuncia a la que no siempre estamos dispuestos los cristianos: renunciar a las certezas, a los ritos mágicos, al reconfortante cobijo de la ley, al aspecto “natural” de lo religioso. Es el mismo cobijo que buscaban las masas fanatizadas por el totalitarismo ateo: "al menos disponemos -se decían- de la verdad sobre la historia y sobre el hombre". ¡Ah, qué reconfortante es la ecuación que desvela hasta los últimos enigmas del ser! Y es esa visión sistémica del cristianismo la que llevó al Cardenal Bellarmino a sostener, durante el juicio a Galileo, que “afirmar que la tierra gira en torno al sol es tan erróneo como afirmar que Jesús no nació de una Virgen”. Sí, así de cruel es la voluntad de sistema: nos otorga un mundo quieto en el que sentirnos seguros, un plan de vida con el que ser piadosos, unas normas con las que ser morales, pero todo ello a costa de taponar cualquier resquicio de acceso a lo real. Todo sistema refleja una minoría de edad de la razón. Y, contra lo que consiguen ver muchos cristianos, es justamente ésa la renuncia que pide Cristo cuando habla de los lirios del campo. Renuncia, pues, en nombre del abandono a la pura contingencia de un devenir del que no podemos disponer nosotros. En nombre de la aceptación gozosa y lúdica de la vida experimentada como “don”.

Gómez Dávila decía que la Inquisición tenía la ventaja sobre las contemporáneas formas de exterminio (de Auschwitz a Siberia) el que, al menos, su objetivo era la salvación del hombre, y no su aniquilación. Aunque la apreciación es inteligente, yo pienso que es más bien al revés, y que esa falsa concepción de lo que es “salvar al hombre” la vuelve especialmente perversa, doblemente maligna. Ganar la vida eterna del hombre a costa de su vida terrenal es quizá la expresión más aniquiladora de un cristianismo convertido en (enésimo) sistema de pensamiento. Por lo demás, muchos de los males que los ilustrados atribuyeron al cristianismo se repitieron con igual o mayor intensidad al abrigo del pensamiento racional. Mi amigo teólogo Jaime, al que ya he citado en otras ocasiones, me hizo ver que la Inquisición llevó a cabo una depuración de ancestrales formas de pensamiento mágico que permanecían profundamente arraigadas en el hombre europeo. Si nos horroriza su fanatismo, es porque queremos ocultar que a ella debemos la derrota de sus aún más temibles adversarios: el maniqueísmo satanizaba el cuerpo y el mundo, el animismo y el fetichismo entretenían a la razón y la apartaban de la contemplación serena de un mundo regido por leyes, las heterodoxias milenaristas hubieran hecho vano el trabajo histórico y postrado al hombre a la espera de un inminente final. ¿Qué habría sido de una Europa arrastrada por esas formas de pensamiento? Podemos rajarnos las vestiduras o negarnos a reconocerlo para mantener nuestra propia imagen de racionalistas inmaculados, pero lo cierto es que el racionalismo europeo es, en no poca medida, una locomotora que corrió por los raíles de la Inquisición.

Por eso es vano tratar de medir la intensidad de una fe ciega en función de su cercanía con respecto a la religión: ¿por qué tanto estremecimiento ante las atrocidades de una institución responsable de la muerte de varios miles de personas a lo largo de cinco siglos cuando, en los tiempos en que mi abuela era una veinteañera, la misma Razón ilustrada y totalizadora que pensó librarnos de la fe ciega torturaba liberales, incineraba judíos y modelaba el mundo entero siguiendo el plan de una obra de arte total? La violencia contra la alteridad no es un rasgo del pensamiento religioso, sino del pensamiento mismo, en tanto todo pensamiento es, en cierto estado de desarrollo, pre-crítico y sometido a la lógica de la supervivencia y la cohesión. Como mostró Durkheim hace ya tantos años, la religión ha sido el núcleo de cohesión social más importante de la historia. Antes de verse sustituida por la solidaridad económica basada en una división compleja del trabajo, ponerla en cuestión era tan peligroso como para nosotros ver caer las Torres Gemelas, y sus oponentes eran tan temibles como para nosotros los terroristas, los psicópatas y los violadores. No es la religión la que produce la violencia, sino el temor a dejar de disponer de la propia vida, al resquebrajamiento del orden social que nos mantiene vivos, a la eclosión del caos, la arbitrariedad y la incertidumbre. Por eso, la única teología de la liberación que necesitamos es la que nos libra de la idolatría de las ideas, no la que nos arroja a los pies de una nueva.

jueves, 19 de febrero de 2009

Sobre la Virgen María


Después de tanto tiempo sin visitar el blog, vuelvo con un asunto del que hasta hace cierto tiempo me hubiera dado un enorme reparo hablar (diría más bien vergüenza): la Virgen Santísima, María, la pobre doncella de Nazaret que con su "hágase" posibilitó la encarnación del Verbo de Dios.
A mí me ha costado acercarme a María. Era para mi incipiente cristianismo una carga que soportar, un obstáculo que no sabía cómo vencer. Podía acercarme en la oración a Jesús. Mi corazón amaba o creía amar a Jesús. Al menos existía la diminuta semilla de una fe que sólo Dios sabe en qué acabará. En Él, en Jesucristo, habita corporalmente la plenitud de la divinidad, es el Mesías esperado, el alma vivificante del Reino, el que viene de Dios destinado a la redención y liberación del hombre. Hubo un momento en mi vida en que parecieron disiparse todas las dudas y dificultades. Parece mentira ¡los caminos tan inesperados que le llevan a uno a la fe! Me abría de repente a una verdad gozosa y tremenda: Jesús, el Hijo bienamado, en el que podemos confiar, al que podemos entregarnos desde la alegre exultación o el oscuro sufrimiento. Perdonad que acumule adjetivos, que yuxtaponga frases, pero es que cuando se escribe el nombre de Jesús uno se siente como compelido y obligado desde dentro a glosar y glosar su infinita riqueza.
Pero resultaba imposible dirigirse a María. Había una resistencia terca, obstinada. Mi asentimiento a las verdades dogmáticas era vacío e irreal ¿Por qué la Iglesia me exige "además" esto? Tales creo que eran mis pensamientos.
Quizá uno descubra a María en el proceso de maduración de la fe. No sé si las palabras que utilizaré son acertadas, pero digamos que uno encuentra en la Virgen la garantía de las promesas del Salvador. Ella es el modelo de la fe perfecta. La plenitud de la acción santificante del Espíritu, que eleva a la criatura a una íntima participación en la Gloria del Altísimo. Ella es el horizonte al que ha de tender nuestro ser; ella ha alcanzado lo que sustenta y nutre nuestra esperanza: ser en Dios, por Dios y hacia Dios.
Recuerdo haber visto en un libro de teología trinitaria la fotografía de un relieve que, visto así de pronto, podía resultar escandaloso no ya para un protestante, sino para el más fiel católico. El relieve representaba a la Trinidad Santísima y, creo recordar que en su centro, aparecía la figura de la Madre de Dios. Al momento te sacude la perplejidad: esto sí que es idolatría, aquí se resumen todas las obscenas hipérboles del catolicismo romano. Pero no, detengámonos y meditemos. El tal relieve es espléndido, es figuración de la plenitud escatológica. Esa mujer acogida en el seno de la Trinidad puedo ser yo y espero ser yo. En María se cumple lo que pedimos incesantemente en la oración, contemplamos lo que se nos anticipa en los sacramentos. María, Inmaculada y Asumpta a los Cielos, es la Humanidad redimida que goza en un éxtasis inefable la vida intradivina, la Gloria de la Trinidad. Somos (en María lo descubrimos) vida en la Vida, vida que crece sin desmayo y progresa sin pausa en la Alegría, en la Felicidad siempre renovada de Quien fue, es y será.

P.D. He tenido que vencer ciertas reticencias para publicar este texto: ¿será demasiado personal? ¿habré caído en la ridiculez y extravíos de ciertos predicadores marianos? ¿me habré despeñado hacia (permitidme el neologismo)lo pío-beato-sentimentaloide? Espero que no sea así.

domingo, 8 de febrero de 2009

Materialismo, ciencia, Dios

Un argumento ad hominem contra la existencia de Dios muy querido por los ateos es la idea de que la fe ha entorpecido, con su oscurantismo, la marcha de la ciencia. Cosa falsa como sabe cualquier estudioso de la historia de las ciencias: Kepler, por poner un ejemplo conocido, pensó que el Sol debía estar en el centro del universo porque el Sol era la imagen de Cristo. Por lo demás, la creencia en que el mundo está sometido a ciertas leyes (primer paso necesario para la construcción de una visión científica de la realidad) procede de la cosmovisión monoteísta, que hace de Dios un ordenador racional del mundo.

Pero esto es bien sabido. Lo que no se dice tanto es cuánto ha dificultado el ateísmo materialista esa misma marcha de la ciencia. Por ejemplo, el absurdo prejuicio –genuinamente materialista– de no reconocer ninguna consistencia ontológica a realidades que no sean las puramente “materiales” (entendiendo por “materia” lo que cada secta materialista ha considerado tal en cada época) ha impedido durante años comprender multitud de fenómenos. Fiel a su propio dogma, la fe materialista dificulta aún hoy en día la labor de la ciencia al tratar de imponer a priori una determinación de aquello en que debe consistir toda la realidad, creyéndose capacitada para negar a los científicos la facultad de hablar de realidades (especialmente en el ámbito de la astrofísica) que parezcan contradecir su venerado concepto de materia.

Pero ahora querría ir un poco más allá. Entre algunos "no creyentes" se detecta con frecuencia este dualismo: todo lo que está tocado por la materia y todo aquello de lo que puede dar cuenta el conocimiento del hombre se vuelve, por decirlo así, “indigno” de Dios. En la formación de la materia intervienen tales o cuales fuerzas físicas, luego Dios no existe; los sentimientos humanos tienen tal o cual correlato químico en el cerebro, luego Dios no existe. Todo aquello que puede ser explicado según cierto modelo causal queda ipso facto fuera del alcance de lo sobrenatural. Es curioso cómo cambian los tiempos: para Galileo, que el Universo estuviera escrito en lenguaje matemático era señal de la omnipotencia y sabiduría divinas. Hoy, en la mente de muchos, esa misma premisa descarta la hipótesis divina: Deus obscuritas est. También entre los cristianos abunda este peligroso dualismo, que a unos hace adorar al Espíritu a costa del Mundo, y a otros a adorar al Mundo a costa del Espíritu. “Creo en Dios (…), Creador del cielo y de la tierra”, decimos en el Credo, y sin embargo nos comportamos como si Dios tuviera que ser el Refutador permanente del cielo y de la tierra: como si tuviera que desmentir, a base de milagros, visiones, enigmas e incertidumbres, lo que Él mismo ha creado e iluminado. Como si explicar la naturaleza de un modo natural supusiese romper el hechizo. En el fondo, en ese ateísmo cientificista dormita el mismo resentimiento que Nietzsche detectó en los cristianos: la materia es demasiado innoble para Dios.

lunes, 2 de febrero de 2009

¡Tate, tate, apologetas!

Hay, entre una multitud de discursos recriminatorios por ambos bandos, un pasaje del libro de Job -esa cima de todas las literaturas- en que el desdichado, que reclama el abrigo del Sheol y ansía ser sombra en los infiernos, acusa a sus vanos consoladores por su modo de defender la Majestad de Dios. Son muchas las respuestas airadas de Job, al que no sé por qué llaman paciente, pero aquellas de las que hablaré me han impresionado. Las palabras piadosas que caen de labios de sus amigos son hiel, sal derramada sobre las llagas purulentas. Su consuelo es un escándalo que clama a los cielos. Cada apotegma, una nueva brecha, una herida más en el cuerpo fatigado de Job. Ellos, que representan la sabiduría tradicional de Israel, son ciegos e ignorantes. Sólo se sabe Quién es Dios desde el Abismo ("¡Yo tomo mi carne en mis dientes y coloco mi vida en la palma de mis manos", dice Job). En la desdicha habla el hombre entero, todo él grita, su corazón es ancho como el mundo ¡Qué maravilla ese sano "materialismo" -entiéndaseme- del hombre bíblico! Es mi carne la que sufre, carnalidad es mi existencia. Sólo en la desgracia puede el hombre acercarse -no más que acercarse- a la certeza de que su fe no es una construcción psicológica, no es un castillo de naipes arrasado por la ventolera del dolor. Sólo entonces experimentará la Inmensidad de Dios.

¿Por qué esa exigencia intolerable, le reprochará innumerables veces Job a Dios, a su Dios, pues como suyo lo nombra? Pero en la palabra de Job no hay engaño, puede alzarse en su dolor y pleitear con el Eterno: "Aunque Él me matara, no me dolería, con tal de defender ante Él mi conducta. Y esto me servirá de salvación, pues el impío no se atrevería a comparecer en su presencia" ¡Oh tristes apologetas, que creyendo servir a Dios endurecen su corazón y acrecientan el sufrimiento añadiendo dolor al dolor! ¡Qué frases tan espantosas se escuchan a veces!: "Es la voluntad de Dios", "angelitos al cielo" (se decía en tiempos ante la muerte de los niños). Hay que volver y recordar el libro de la Sabiduría (así cerramos la boca a "los predicadores de la muerte" de que hablara Nietzsche): "Que Dios no hizo la muerte; ni se goza en la pérdida de los vivientes. Pues Él creó todas las cosas para la existencia e hizo saludables a todas sus criaturas, saludable es todo lo que engendra el cosmos, y no hay en ello veneno mortal, ni el reino del hades impera sobre la tierra. Porque la justicia no está sometida a la muerte".

Dios rechaza a los mentirosos y su Espíritu se retira de quien no se compadece de su hermano (aunque todo ello se vista de exquisita piedad). Esto dice Job a quienes dicen defender a Dios y sólo saben apedrear al mísero con sus palabras: "¿Queréis, para justificar a Dios, usar de falsedad, defenderle con mentiras? ¿Queréis mostraros como parciales suyos, ser los abogados de su causa? Sería bueno que Él os sondease ¿Queréis poder engañarle como se engaña a un hombre? Él ciertamente os reprendería con severidad, si secretamente pretendéis aparecer como parciales suyos. Su majestad ¿no os aterrará, no os llenará de espanto? Vuestros apotegmas son verdades de polvo, vuestras réplicas son respuestas de barro" ¡Ay, pobre Job, tú no necesitaste de un Marx ni de un Nietzsche, de ningún maestro de la sospecha, para saber de la porquería que puede esconder un edificante discurso religioso! Cuando se habla de Dios, cuando uno pone su Nombre Santo en sus labios ¡qué riesgo se corre! ¡con qué facilidad eludimos su presencia, cómo lo instrumentalizamos y -so capa de defenderlo- nos colocamos nosotros por delante y cerramos el paso a su Palabra! Aquí, que hablamos de teología, no deberíamos nunca olvidar esto.