jueves, 4 de diciembre de 2008

La Razón que se abre al Misterio

Ya lo decía sabiamente nuestro compañero citando al incisivo Gómez Dávila: el dogma, en su formulación, no agota sino que afianza y protege el espacio santo que habita el misterio. Y el misterio, venía a decir, arraiga en la experiencia del que se entrega a la aventura de la fe.

Pero ¿cómo puede comunicarse esa experiencia de apertura a la realidad íntegra? ¿Cómo decir esa entrega confiada al misterio fundante de todo ser, conocer y amar? ¿Cómo explicar ese gozo incipiente, ese pre-gusto de lo que aquí creemos y esperamos en espíritu de caridad? ¿No hay acaso ya en la fe un anticipo, un saboreo previo e inarticulable de la gloria que anhelamos? ¿Cómo se comunica ese don? ¿Cómo se hace partícipes a los otros, a los alejados, de esa gracia? Sí, ya sé, es y no es tarea nuestra, pues Dios es el sembrador.
Sin embargo, no dejan de producirme una sensación extraña, de horror y piedad entremezclados, ciertos fenómenos. Imaginad una inteligencia preclara, ágil, escrutadora y vigilante a la que, sin embargo, le falta ese horizonte último del misterio; una razón que no es capaz de ver las cifras en que, ocultándose, se revela el fondo místico del ser. Hay algo de monstruoso en ello ¿Acaso no serán eso los demonios? Una inteligencia que frustra su natural deseo de otredad, una razón solipsista que no abre las manos al don del ser, que en contra de su esencia se cierra en su propia vaciedad y contradice así su tendencia más íntima: acoger las cosas en su verdad. Si la inteligencia inflamada por la caridad e iluminada por la fe es como un organismo vivo, algo fuerte y vigoroso que crece en terreno adverso y asimila lo extraño ¿Qué diremos de la razón absolutamente secularizada, abandonada a sí misma, llevada por sus solas fuerzas? Esta razón que alardea de su adultez da la impresión de lo mecánico frente a la vitalidad a la que antes me refería. En el mundo fabricado por esta razón no se percibe la novedad incesante del ser que se estrena a cada momento, no se escucha el pálpito secreto de las cosas, su pujanza ontológica, su afirmación en la existencia y su dichosa recreación. Es el mundo desustanciado y gris en el que el hombre grita su soledad inmensa. Como diría Nietzsche: se ve llegar la pleamar del nihilismo.

1 comentario:

Jesús Beades dijo...

El vicio, cuando se hace hábito, lleva al mecanicismo. Cuando se toma contacto con el "Ens", todo cuanto se mira, cuanto se hace, late con vida propia, y revela de continuo los abismos: la finitud, la posibilidad de extraviarse, y la apertura a la Realidad, que no se agota. Es cierto que produce un escalofrío encontrar, no sólo el ingenio, sino la razón despierta y el discernimiento sobre asuntos, digamos, seculares, en alguien cerrado a cal y canto –al menos, en su apariencia– al misterio y la trascendencia.
Está muy bien aplicar esta categoría, no ya a un individuo, sino a una sociedad, en la que se puede palpar el vacío. Las "estructuras de pecado" lo serían, en gran medida, por omisión. Un encontrar cerrados los cauces hacia el origen, una especie de asfixia. También, y principalmente, en lo eclesiástico. Cuantas homilías exhalan un aroma claustrofóbico, solipsista, y lo único que tienen de teológico son interpolaciones periódicas en el léxico, pero en realidad son recetas cerradas sobre sí mismas, autosatisfechas. Aunque de las homilías dominicales –esas armas contra la fe– hablaremos otro día.